Me paro frente a todos y comienzo. Es una clase más. Ya he perdido la cuenta de cuántas van en este curso. Hablamos de cosas que cambian el mundo, de cosas que no lo hacen, de un tema y luego de otro. Entonces trazo una línea y luego otra y menciono un color.
Me miran, extrañados, y dicen que es otro. Tienen razón, por supuesto. Confundo los colores como quien confunde gatos pardos en una noche oscura. Soy daltónico les digo.
Siempre ocurre lo mismo luego, las mismas preguntas que he escuchado desde niño una y otra vez: ¿Es verdad que el verde lo ven rojo y el rojo lo ven verde? ¿De qué color es esta camisa? ¿Y esa otra? ¿Y esto de qué color es?
Es una rutina que ya conozco. Hablo de aquel enredo en mi cabeza entre el verde que es gris o tal vez café, de los azules y morados que son iguales siempre, del amarillo y el naranja, irremediablemente semejantes. Hablo de mis ojos que nunca miran igual. Hablo.
Entonces, no se bien por qué, me confieso:
Yo no tengo muchos sueños - les digo- pero si pudiera cumplir tan solo uno quisiera ver un arcoíris.
Se miran unos a otros. No saben bien que decir. Se hace el silencio.
Uno de ellos se pone a reír. Y luego otro, y otro más. En instantes la risa es parte de todos.
Sonrío también.
Seguramente sean los nervios, me digo.
Sonrío insisto, aunque dudo que noten que mi sonrisa es aquella que se pone cuando algo se rompe por dentro.
A veces es difícil no sentirse abandonado.