Esta noche mi niño tiene una pijamada con sus primos. Y yo, padre que no sé si sea bueno o malo, los he mandado a la cama y les he dicho que les leeré un cuento antes de dormir.
En la cama tres pequeños, casi preadolescentes todos ellos. En mis manos un libro viejo, que conservo como uno de los tesoros de mi casa. Cuenta la historia de los dioses griegos, desde Caos hasta Zeus y la batalla de los titanes.
El libro fue un regalo de mi padre. Eran 6 tomos. 3 me los dio a mí. 3 se los dio a Manuela, una de mis hermanas.
Me acomodo a los pies de la cama y comienzo a leer. Las palabras salen de mi boca lentas, con una voz que es pausada y, a veces, profunda. Por momentos se aceleran, cambian de timbre, de registro, de intención.
Leo, y escucho cómo el silencio envuelve todo menos mi interior, menos mi voz. Es un silencio activo, expectante, que quiere saber. Y en mi, aquella voz que leo me suena conocida.
Hoy he tenido de nuevo escasos 6 años y he escuchado, sentado al borde de mi cama, a mi padre que me lee un libro que cuenta la historia de los dioses griegos, desde Caos hasta Zeus. Y me lee él con voz profunda, lenta y pausada. A veces sus palabras se aceleran y cambian de timbre, de registro, de intención.
Todo se vuelve silencio afuera. En mi, por dentro, resuena aquella voz. No recordaba a mi padre leyéndome ese libro. Recuerdo su regalo, pero no recordaba, hasta este instante, que lo hubiera leído para mi.
Aquellos pequeños aplaudieron después de la historia. He prometido pronto leerles más. Los escucho, a esta hora, hablar con sus voces bajas, tratando de evitar que los escuche.
Y yo, mientras, no consigo aguantar las ganas de llorar.