L os coronavirus no son advenedizos de última hora, surgidos de un caldero infernal para aniquilar la vida en la Tierra. Se agazapan en aves, peces, reptiles y mamíferos; en animalejos exóticos, como la civeta y el pangolín, y también en murciélagos, ratones, erizos, camélidos, cerdos, visones, perros, felinos, vacas y caballos. ¿Y en humanos? También, claro, o sea que son criaturas muy adaptables a todo vecino de la biosfera.
Causan enfermedad, sí, aunque daban más la tabarra al veterinario, que es el auténtico sabio en la materia. Al sapiens no solían provocarle más que el consabido catarro invernal, apenas unos mocos y décimas cuyo remedio consiste en sopitas y buen caldo. Sin embargo, de vez en cuando, por un azar tan imprevisto como ladino, se 'adaptan' de modo extremadamente radical y desencadenan una zoonosis que arrasa hasta a los médicos. Ocurrió en 2002 con el SARS ('síndrome respiratorio agudo grave'), que por la ruta murciélago/civeta atropelló a unos miles de asiáticos. Sucedió en 2012 con el MERS ('síndrome respiratorio del Oriente Medio'), que por murciélagos/dromedarios asoló la antigua Mesopotamia. Se repitió con la COVID-19, por desgracia más expansiva y capaz de desarbolar los mortuorios de todas partes. ¿Volverá a pasar? Puede Vd. apostar.
Lo extraño de la covid es que la mayoría de los 'casos', o pasan desapercibidos, o conllevan síntomas livianos, sin mayor quebranto ni daño irreparable. En cambio, por esos caprichos de la indómita naturaleza, a algunos desventurados les machaca con brutalidad. Los pulmones se les hacen yeso, la sangre se les coagula por doquier. Bien avisa nuestro epidemiólogo/político Wallmann que, de cada 100 infectados, 2 irán a la UCI y 1, al cementerio. No es una letalidad particularmente escalofriante -la 'inocente' gripe puede alcanzar esas cotas-, pero al constituir los infectados un verdadero ejército, las bajas no son desdeñables: ni siquiera es fácil contarlas.
En el mundo desarrollado, la plaga se ha sumado a otra 'peste', más cotidiana y soterrada, que tristemente se nos había hecho familiar: el cáncer. ¿Cómo se vinculan ambos problemones de salud? Si el coronavirus no acarrea directamente el cáncer -como hacen otros virus-, ciertamente suscita preocupaciones al oncólogo. Veamos.
Una. Tanto virus atasca los centros sanitarios. Las consultas se aturullan, las pruebas se enlentecen, las biopsias se demoran, el diagnóstico se retrasa... nada de lo cual conviene en Oncología. Años dando la barrila con el diagnóstico precoz y ahora, ¿dejamos que todo se vaya al garete? No, hombre: hagamos consultas por teléfono, qué remedio, pero sin olvidar que el cáncer abunda y, sobre todo, que se debe afrontar en tiempo y forma.
Dos. Todos, lo que es todos, estamos expuestos al contagio. Por nuestro cursillo acelerado de epidemiología, sabemos que la incidencia acumulada es de 389 en menores de 15 años, y de 300 entre 70 y 79 años; de 398 en la franja de 30 a 39, y de 459 en los mayores de 80 años. La edad, por tanto, no es un factor de riesgo para el contagio, pero ¡ojo!, sí para desarrollar una infección grave. Igual que la propia vejera, sus funestos socios (la hipertensión, la obesidad, la diabetes o el mismísimo cáncer) no deparan más contagios, pero sí más letalidad.
Tres. Ningún tratamiento oncológico te hace más proclive a contraer el virus, de manera que el oncólogo usará hormonas, anticuerpos y toda la mosca, incluida la dichosa quimioterapia; eso sí, procurando que el enfermo se mantenga fortachón, al máximo, por si se produce el contagio. Visto así, el enfermo de cáncer debe protegerse del virus, como el resto, pero no acoquinarse y rehuir el tratamiento de su cáncer.
Cuatro. Las vacunas. ¿Qué hay de lo mío, son aconsejables en el cáncer? La de BioNTech/Pfizer (la que se viene inyectando en Cantabria), la de AstraZeneca/Oxford y la Sputnik V rusa se han mostrado excelentes en miles de adultos esencialmente sanos: las publicaciones científicas no especifican si alguno padecía o había superado un cáncer. Por su mecanismo biológico, no obstante, no es de prever que revistan particularidades en el cáncer: funcionarán parecidamente y sin efectos secundarios peculiares.
Hasta aquí lo trillado, ahora viene lo peliagudo: ¿hasta qué punto el cáncer debe ser prioritario en la vacunación? Vaya por delante que las campañas de vacunación, con toda su polémica/controversia, deberían enorgullecer al sapiens. El coronavirus ha tardado 12 meses en infectar a 100 millones de personas y en solo 1 mes nos hemos vacunado otros 100 millones.
Lástima que, por ahora, ninguna vacuna del mercado garantice la cobertura total de la población. Que hay escasez, vamos, y a la fuerza se impone un criterio político -en el buen sentido de la palabra- para ir vacunando ordenadamente al gentío. Claro que decir 'ordenadamente' es fácil; lo espinoso es determinar el orden de preeminencia (y de tardanza). Cualquier criterio es discutible y da pie al follón.
Supongamos que el criterio es cronológico: primero, el sector provecto y después, los jovenzuelos. En tal caso, la persona con cáncer no tendría más prioridad que la derivada de su edad, y se vacunaría al ritmo que le toque. ¡Oiga que yo, con 58 años, tengo cáncer, y resulta que han vacunado por delante a los presidiarios! 'Ah, pues sí'. Supongamos que el criterio es de exposición al contagio: primero, los sanitarios y luego, los demás oficios a tenor de su grado de interacción social. ¡Un momento, que yo no soy sanitario, pero justamente por mi cáncer los tengo alrededor! 'Ah, pues sí'. Supongamos que no es el riesgo de contagio, sino el pronóstico de gravedad en una hipotética infección: ¿quién va antes, el cardiópata o el obeso, el celíaco o el canceroso? Según quién lo diga y dónde, el orden cambiará notablemente.
En fin, como no son tiempos de bonanza, a medida que lleguen remesas de vacuna, haga Vd. lo que opera desde Maricastaña: ave que vuela, a la cazuela. Cuando le llamen a reparto, con o sin cáncer, no llegue tarde, que se acaba.