Llegué a la estación de Krakow-Glowny bien entrada la tarde (que en el invierno polaco es lo mismo que la más negra de las madrugadas) así que poco hice más que llegar al hotel, darme un baño y descansar para descubrir la ciudad bien temprano, después de un desayuno reconfortante que me ayudara a sobrellevar la caminata.
Cuando desperté al otro día lo primero que hice fue correr las cortinas para ver como había amanecido y, para mi sorpresa, vi la calle completamente nevada. La gente se deslizaba bajo los copones que caían con total normalidad y, muchos de ellos, incluso, parecían disfrutar de aquella inclemencia temporal que a mí se me presentaba como una verdadera molestia para poder recorrer la ciudad con total tranquilidad.
Tomé mi mochila, la cámara de fotos y en un santiamén pasé de los agradables veinticuatro grados de temperatura ambiente que había en el hotel a unos diez bajo cero y con la nieve pegándome en la cara, lo cual aumentaba la sensación de frío. Atravesé la estación de trenes y caminé en dirección hacia el Barbacan, donde se encuentra una de las puertas de acceso más bonitas de la ciudad (la que desemboca en la Calle Florianska, antigua vía por la cual se desplazaban los reyes polacos y actual peatonal).
Caminé por la Florianska y a los pocos metros divisé las dos torres de la monumental Iglesia de Nuestra Señora, situada justo en el corazón de la Plaza del ayuntamiento, frente al Mercado de Sukiennice. Continué por una calle recargada de librerías, bares, restaurantes y hoteles de gran nivel y así me encontré, al final del camino, con el Kurza Stopka, un amplio paredón que luego me enteré que era un vestigio de lo que en el pasado había sido el castillo gótico de los Piastas.
A un costado del castillo, un camino largo y ascendente enmarcado por árboles raquíticos y el fulgurante blanco de la nieve me invitó a subirlo pese a ver que no había un alma por allí. Tentado por la invitación comencé a subir con la nieve pegándome en la cara y así llegué a un mirador desde donde tuve una hermosa vista de la ciudad, que a diferencia del barroquismo que ofrecía la del otro lado, esta se presentaba como la de un barrio tranquilo, con edificios bajos, autos estacionados y gente que se asomaba temerosa a las ventanas para ver el gélido espectáculo matinal.
Así continué el ascenso (que ya en ese tramo se me tornó algo complicado sobre todo por la elevación del pavimento) y llegué a un nuevo nivel, en el cual un amplio parque totalmente blanquecino se presentó ante mí. Bordeé el parque y otra sorpresa me dejó con la boca abierta: un abigarrado enjambre de cúpulas doradas y verdosas se recortaban como un fantasma en medio de la niebla y la nevisca incesante.
De un edificio que estaba allí (y el cual supuse que era una repartición gubernamental) salió al trote un hombre que parecía un empleado público y, al verme turista, en un inglés muy rudimentario me preguntó si necesitaba ayuda (lo cual me pareció raro pero, a decir verdad, no era un día como para andar haciendo turismo). Le contesté que no, que gracias, y me contestó que era una pena que la Catedral del Wawel -junto con las iglesias de San Andrés, San Pedro y San Pablo- estuvieran cerradas.
Gracias al amable parroquiano supe qué eran aquellas increíbles cúpulas que parecían salidas de un cuento de algún escritor ruso, y teniendo en cuenta su belleza, decidí quedarme bajo la balacera de copos blancos y fotografiando aquel espectáculo. Minutos después vislumbré un camino muy parecido al que me había llevado hasta allí y decidí emprender la retirada. En el camino volví a tener una vista maravillosa, esta vez del costado más fotografiado de la ciudad y me emocioné con la escultura solitaria que resistía la nieve y que no era otra que la representación de Juan Pablo II, un afectuoso homenaje que le hizo el pueblo polaco luego de su muerte.
Cuando comencé el descenso noté una pequeña dificultad para caminar, y que, una de las piernas, casi no la sentía. Jamás me había pasado y supuse que el adormecimiento sería producto del frío que venía pasando desde hacía unas horas. De esa forma bajé como pude y ya en el casco viejo entré en un barcito donde pedí un café caliente. A los pocos minutos la temperatura ambiente y el café hicieron que la pierna comenzara a moverse pero en el mismo momento en que mi tranquilidad volvía a su cauce normal, un dolor intenso se apoderó de ella.
Para mi sorpresa, la camarera que me atendió era española, así que, al verme masajeándome la pierna y reconocerme hispano, le pude contar lo sucedido.
- ¡Que tu estás loco, tio! me dijo sonriendo. ¡Te podrías haber muerto allí arriba!. Eso que tienes es una hipotermia.
Después de traerme uno de los mejores capuccinos que tomé en mi vida y regalarme un vasito de vodka, me aconsejó que volviera al hotel y que tomara un baño lo más caliente que pudiera, para recomponer el cuerpo del esfuerzo al que lo había sometido. Pagué, le agradecí y volví a visitarla todos los días de mi estadía, tanto que se transformó en mi "amiga cracoviana".
Los viajes tienen esas cosas. A veces las ansias de descubrir una ciudad son tan grandes que nos hacen cometer algun acto de inconciencia, pero increíblemente (y lo digo por experiencia propia) siempre aparece un protector inesperado que nos devuelve la gratitud de ser viajero.
De aquella jornada blanca me quedaron dos recuerdos: el primero (como decía Tennesse Williams en Un tranvía llamado deseo) creer fervientemente en la bondad de los desconocidos, ya que no fué otra cosa lo que me demostró aquella española en ese bar cerca del Sukiennice. Y el segundo, guardado en la retina, el registro fotográfico y ordenado de aquel inolvidable recorrido: