E n junio de 1860 se celebró el famoso Debate sobre la evolución en la universidad de Oxford, apenas siete meses después de la publicación El origen de las especies de Charles Darwin. En un momento dado del acalorado debate, Samuel Wilberforce, a la sazón obispo de Oxford, tomó la palabra y se dirigió a Thomas Huxley, antropólogo y acérrimo defensor de las ideas de Darwin, en los siguientes términos: “Señor Huxley, a tenor de lo que nos expone y su vehemencia, ¿desciende usted del mono por parte de padre o por parte de madre?”
Poco podían imaginar Huxley o Darwin que, 160 años después, la gente aún siguiera cuestionando la teoría de la evolución, y lo hiciera tomando la forma de una peligrosa herramienta llamada creacionismo científico.
Como la mayoría de nuestros lectores sabrá, el creacionismo, o creacionismo científico, tal y como lo denominan sus defensores, es una seudociencia religiosa que pretende ser la opuesta a la Teoría de la Evolución. Los creacionistas afirman que la evolución, del modo en que se nos ha sido presentada, no es más una farsa urdida por los científicos para engañar a la población y alejarla de la verdad de Dios.
Esta creencia está teniendo un nuevo y preocupante resurgimiento en los últimos años, principalmente en los Estados Unidos, guiado por protestantes ultraortodoxos y acompañada por el gran crecimiento que están teniendo numerosas sectas y religiones minoritarias, como los Testigos de Jehová o la Iglesia Mormona.
Los creacionistas sostienen una interpretación literal del Antiguo Testamento, concretamente del Génesis, pese a a las apabullantes pruebas científicas en contra. Esto se traduce, en pocas palabras, en que el mundo fue creado hace tan solo unos pocos miles de años, con todas los animales y objetos que actualmente podemos observar, y con el hombre en la cima de todas las cosas.
Tal posibilidad, desde el punto de vista de la biología, es una completa insensatez, por lo que el que existan personas que crean a pies juntillas tal ideología, puede resultar algo fuera de toda lógica.
Pero estas personas existen, y es más, defienden las teorías de esta seudociencia. Para ellas, las teorías probadas de la evolución, la formación del Sistema Solar o de la Tierra, el mismo surgimiento de la vida… son meras fantasías sin sentido. Para estas personas, las únicas hipótesis válidas son las que ellos y su iglesia defienden, básicamente las mismas que la Iglesia Católica defendía, y la mayoría de la gente aceptaba, hace cinco siglos.
Por fortuna, la actitud oficial de la mayoría de las religiones principales del planeta ha cambiado hasta aceptar hechos como la verdadera edad de la Tierra, o la misma evolución; hipótesis demostrados hasta más allá de un límite razonable de duda, gracias a la ciencia.
Este creacionismo científico no es algo nuevo, sino que, como hemos visto, podemos retrotraer sus orígenes a la primitiva oposición de la iglesia y numerosos científicos «ortodoxos» a la teoría de Darwin, expuesta en el Origen de las Especies (1859). Tras la publicación del libro, muchos de los sectores de la sociedad de la Inglaterra victoriana se rieron de las teorías expuestas y, sobre todo, de la selección natural y del posible origen del hombre a partir del «mono». Estos conceptos, explicados más profundamente en El origen del hombre (1871), provocaron la repulsa de todos estos sectores y de gran parte de la comunidad científica de la época.
Posteriormente, el darwinismo, ayudado por las leyes de Mendel, los descubrimientos fósiles, anteriores y posteriores, la teoría de Wegner de la deriva de los continentes, y por los hallazgos de fósiles humanos en casi cualquier rincón del planeta, se ha consolidado como un hecho indiscutible; de algún modo, la Teoría de la Evolución es a la biología lo que la Teoría de la Gravitación Universal a la física.
Por desgracia, no es lo mismo creer en algo que puedes comprobar al momento, con el simple gesto de dejar caer un objeto que creer en algo que transcurre a lo largo de millones de años.
Sin embargo, la selección natural descrita por Darwin pueden darse en un período cortísimo de tiempo, observable incluso en el transcurso de una vida humana. El caso más célebre es el de la polilla moteada (Biston betularia) que puebla los bosques de Inglaterra: a mediados del siglo XIX, la revolución industrial en Inglaterra había lanzado tal cantidad de ceniza a la atmósfera que la corteza de los robles (quercus rotundifolia) había pasado de su color marrón claro original a un gris oscuro provocado por la contaminación; en la corteza de estos robles vivía la polilla moteada, que se camuflaba en ellos gracias a su coloración crema, aunque no todas las polillas eran del mismo color: aproximadamente un 1% presentaba una coloración gris-parduzca. Con el progresivo oscurecimiento de las cortezas, las polillas blancas cada vez encontraban más dificultad para ocultarse de sus predadores y su número fue descendiendo a la par que aumentaba el de polillas negras, que se encontraban perfectamente adaptadas al nuevo medio. En la década de 1920 comenzó una depuración de las fábricas contaminantes, con lo que el nivel de ceniza en la atmósfera volvió a descender y la corteza de los árboles retornaba a su primitivo color; para entonces, el número de polillas negras era del 80% sobre la población total de la especie. En la actualidad, sin tanta ceniza en el ambiente, las polillas negras forman el 10% de la población, muy cerca de sus niveles primitivos.
Este sencillo ejemplo ilustra a la perfección la teoría de la selección natural, en que una especie se adapta los cambios de su medio ambiente, generalmente usando una característica ya presente en el total de la población. Las mutaciones, si bien son una fuerza fundamental, no siempre son necesarias para que actúe la selección natural.
Pero los creacionistas, a pesar de todas las pruebas, reniegan de esta verdad comprobada. Para ellos todo lo que no está escrito en la Biblia es una mentira, y sólo como verdadero lo relatado en ella. Pese a que ya Juan Pablo II anunciase que el Génesis era solo una metáfora que usaron los antiguos para relatar el hecho fundamental (la creación del Universo por parte de Dios), y que ya la Iglesia Católica acepta la evolución como un hecho, los creacionistas siguen arremetiendo, y cada vez con mayor fuerza, contra la evolución.
Henry M. Morris, antiguo presidente de la Asociación de Creacionistas Científicos, sostiene que de la teoría evolutiva proceden todos los «males» que asolan el mundo moderno, a saber: comunismo, fascismo, materialismo, ateísmo y feminismo… Y su lucha no acaba con la simple violencia verbal: estos creacionistas, amparándose en el derecho recogido en la Constitución estadounidense de la libre elección, han logrado, proponen sustituir la enseñanza de la evolución, por el estudio del Génesis, y desde principios de siglo, son muchos los casos de docentes denunciados por los padres de alumnos por explicar clase de Ciencias Naturales que los hombres provienen de Adán y Eva. Y al mismo tiempo, existen cada vez más lamentables casos de profesores expedientados por el mero hecho de nombrar a Darwin en sus clases.
Por extraño que nos pueda parecer, la enseñanza de la evolución en Estados Unidos solo ésta contemplada legalmente desde 1962, siempre con la presión de en contra de los fanáticos religiosos. ¿El resultado?: según algunas encuestas, hasta el 50% de los norteamericanos no creen en la evolución, y prefieren el creacionismo para explicar el origen del hombre.
Pero lo más peligroso del creacionismo científico es su falsa aura de ciencia; el anhelar equipararse a la evolución como otra explicación científica de ese hecho, equiparando así religión con ciencia… pero sin someterse a los dictados de la ciencia. Así, a cada argumento en contra para rebatirlo, los creacionistas se limitan a argumentar que “es así como fueron hechas las cosas”; así, ignoran las pruebas genéticas, embriológicas (la mayoría de los embriones de los mamíferos son prácticamente iguales en las primeras semanas de desarrollo), o antropológicas. Así, sin molestarse en defenderse, se limitan a atacar y contra la evolución y a luchar para que el creacionismo sea aceptado como una enseñanza escolar más.
Por no hablar de los predicadores y religiosos que consideran inaceptable la visión de que algo tan perfecto como el ser humano pueda venir del mono (de nuevo, sin idea alguna de la hermosa complejidad de los mecanismos evolutivos).
Este hecho, el relacionado con el propio ser humano, es seguramente el principal factor de la existencia del creacionismo. Pues la evolución nos indica que no hay nada especial en nosotros, más allá de nuestra misma existencia; somos un producto de un “relojero ciego”, y del mismo modo que existimos, el derrotero de nuestra especia podría habernos llevado a la extinción hace miles de años. Enfrentarse a tal abismo, puede ser complicado para determinado tipo de gente que no entiende su papel en el mundo, y que encuentra más consuelo en creer que han sido “diseñados” por un Dios, como si eso nos hiciera más humanos.
Sin embargo, a todos aquellos creacionistas que insistan en intentar vencer a la evolución, siempre podemos responder del mismo modo que Huxley, que más tarde sería llamado “el bulldog de Darwin”, respondió al obispo Wilberforce: “prefiero descender de un mono a descender de un hombre muy dotado por la naturaleza, que usa sus capacidades con el único objetivo de de ridiculizar una discusión científica seria”.
Y es que, si no combatimos activamente este tipo de tonterías pseudocientíficas, ¿qué será lo siguiente? ¿Gente creyendo a pies juntillas algo tan absurdo como que la Tierra es plana?