Se asomó al borde del pozo pero, ¿quién no estuvo alguna vez en esa situación? Luego adelantó un pie y colocó medio cuerpo sobre el abismo. Ahí me preocupé y es cuando decidí intervenir.
Una hora antes había salido de mi casa tras pasar una mañana gris. Ni madrugar, ni ver amanecer, ni escuchar a Mozart, ni tan siquiera un vaso de whisky. Nada había conseguido inspirar la música que debía acompañar a la película. Me arrojé a la calle, o más bien al campo pues desde que me mudé a la Sierra, campo es lo que me rodea. Sin rumbo mis pasos erráticos pero no ciegos, me condujeron una vez más al camino que lleva al pozo. Esta vez sin embargo ese imán oscuro había atraído a otra presa que no era yo.
Había dejado el móvil en casa como siempre que salgo a caminar (mis dos únicas costumbres sanas), y tampoco tenía reloj, por lo que solo pude suponer que rayábamos el mediodía cuando el tipo hizo equilibrio sobre el pozo. Estaba nublado, amenazaba tormenta, si juntaba los dedos captaba la humedad en el ambiente. Quedábamos a unos diez metros el uno del otro (él de espaldas a mí) y había que sumar la bruma y la angustia que le supuse. Más me valía actuar con precaución y sin asustarle para no ser yo el motivo de que cayera al maldito agujero. Tras lo que me parecieron diez segundos eternos volvió a colocar su temerario pie en suelo firme. Me acerqué y a escasos tres metros carraspeé antes de hablar, luego dije:
−Este frío cala los huesos, ¿verdad?
El tipo se giró para mirarme, me sonrió por respuesta y volvió a su posición inicial. No tardé en situarme justo al otro lado, tendría mi edad. El agujero era lo suficientemente generoso para que nos pudiéramos caer los dos al mismo tiempo. Quedé bastante sorprendido del rostro de quien ahora me miraba con fijeza. Al instante me pregunté cuánto tenía que ver la cicatriz que atravesaba su mejilla derecha, para la situación en la que se encontraba. Me sentí mezquino por ello.
−Esto apesta –dijo él rompiendo el silencio.
−Es verdad, apesta –busqué rápido un asidero para no animarle hacia el lado fácil, cuando se llega a su situación, pensé, cualquier cosa puede desencadenar el último paso−, pero hay que buscar el lado bueno del asunto.
−¿Ah sí, y dónde está ese lado? Para tirar por él más que nada cuando me llegue la hora, porque por mucho que mire yo lo veo todo igual de oscuro y de apestoso.
Me estaba luciendo, me dije a mí mismo. Por un momento me pareció que su cicatriz brillaba plateada por efecto de la calina, quise incluso tocarla. Calculé que en cualquier caso mi brazo desde la posición en que me encontraba tampoco habría llegado. Necesitaba centrarme y en ese momento aparecieron tres cuervos. Los vi descender y posarse a escasos metros de nosotros, de otra manera habría resultado imposible verlos. Graznaron. Para nosotros, pensé.
−A veces uno cría cuervos y sí, es verdad que le devoran, pero…
De repente no supe qué añadir, o no quise, no me gustan los tópicos, ni repetirme, de golpe sentí que se marchaban las fuerzas, a ese paso nos tiraríamos juntos.
−¿A usted le ha pasado?
Me lo preguntó con exquisita educación, y me sonrió, la cicatriz no era tan horrible como pensé en un principio. Al menos otros tres cuervos se unieron a la escena. Me resultó fantasmal y cómica al tiempo.
−Lo cierto es que sí –dije, sincero, desarmado−. Y si le digo la verdad, más de un día y más de dos me he encontrado en su lugar, dándole vueltas a todo, mareado de que el mundo apeste.
Frunció el ceño pero no era enfado, supuse que había logrado enfatizar con él. Era un gran avance, todos necesitamos a alguien en los momentos más oscuros. Luego dijo:
−Bueno, lo siento, pero supongo que después de hoy cambiará de lugar para meditar. −Y sin que pudiera encajar la frase añadió:− ¿Tiene reloj? Creo que ha llegado mi hora.
Escuché el ruido de un coche, al levantar la vista observé atravesar la niebla a un todoterreno. Podía serme de utilidad llegado el caso. Alcé la voz al hablar.
−¡No tengo reloj, pero seguro que no es tu hora, siempre hay tiempo, ya habrá tiempo!
El todoterreno provocó que los cuervos levantaran el vuelo y nos dedicaran una sinfonía de graznidos.
−Pero hay que ser puntuales –dijo el tipo con una sonrisa que me descolocó tanto como que se diera la vuelta para acercarse al coche que ya se detenía a escasos metros de nosotros.
Mi cara de desconcierto creció cuando vi que el todoterreno era del ayuntamiento. No supe dónde meterme cuando mi falso suicida saludó a su compañero. Eran deshollinadores, iban a limpiar el pozo donde había caído hacía unos días un desafortunado corzo. Luego iban a cegarlo dado su peligrosidad. El tipo de la cicatriz simplemente había llegado antes y estaba reconociendo el terreno, sopesando la mejor manera de bajar a por el animal.
Dos días más tarde compuse la canción con la que conseguí la estatuilla del festival. Los cuervos que me habían sacado los ojos regresaron en son de paz y, para su propia sorpresa se la concedí. A veces regreso al pozo, ya ciego, y sonrío.
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