Los niños nos traen mensajes.
Nos muestra nuestro verdadero potencial. nos cuentan de mundos invisibles para nosotros.
No es que los niños sean mejores, más sabios, más iluminados.
Más bien es que ellos no han olvidado del todo. Su inocencia aún les permite estar en contacto con su naturaleza esencial.
Ellos no saben que saben, porque les parece lo natural.
Nosotros insistimos en corregirlos, en enseñarles del mundo real, como si supieramos de mundos reales.
Amoldarlos, adaptarlos, mostrarles el camino correcto. Hacemos lo que mejor podemos. Transmitimos lo que nos han transmitido.
Pero nuestra mirada es estrecha, nuestra percepción limitada, hemos cerrado el corazón, nos hemos llenado de ideas que nos congestionan tanto la mente que ya no sabemos como es el silencio.
Intentamos enseñarles la verdad, pero vivimos en nuestras propias mentiras. Nada sabemos de honestidad porque la verdad que fuimos y supimos fue castigada duramente.
Los niños nos muestran la verdad y ahora nosotros los castigamos por ello. Queremos evitarles el mismo dolor al que fuimos sometidos.
Nos esforzamos en exceso. Criar o educar se vuelve una tarea agotadora e imposible porque queremos hacerlo bien. Creemos que todo depende de nosotros y que ellos son un resultado de nuestra tarea.
En realidad es bastante simple. Se trata de hacer menos y contemplar más.
Ampliar la visión, abrir el corazón, vivir desde el cuerpo y dejar que la existencia se despliegue por si misma, sin que le pongamos tantos obstáculos.
Nosotros no somos quienes moldeamos a los niños. Quizá ni siquiera les enseñamos.
Los acompañamos y los cuidamos mientras ellos pueden hacerlo por sí mismos.
Nos sentimos agotados porque creemos que se trata de un dar unidireccional. Un dar que luego reclamamos en la vejez como si nos debieran algo.
Lo que no sabemos es que siempre es y ha sido en ambas direcciones. No podemos recibirlos porque no podemos ni siquiera verlos tal y como son.
Nos alimentamos de ellos, llenamos nuestros vacíos con ellos, les hacemos ocupar el lugar en nuestra soledad, creemos que son nuestra obra maestra y con ello nos llenamos de orgullo o nos avergonzamos de nuestro fracaso. Los hacemos a un lado cuando nos muestran demasiado. Los usamos como excusa para no apropiarnos de nosotros mismos.
Esto no es recibirlos. Esto es manipularlos y utilizarlos.
No somos capaces de recibirlos y los rechazamos, los etiquetamos y excluimos. Tal y como hacemos con nosotros mismos.
Para mi es un privilegio estar cerca de los niños. Un reto que revoluciona mis días y al que muchas veces quiero darle la espalda. Agradezco enormemente que sean tan insistentes y me sigan susurrando de tantas maneras los mensajes que a veces no entiendo.
No es siempre fácil pero poco a poco me he dispuesto a comprender más allá de mis propios intereses.
A ellos yo no les hago terapia, no los sano, no los corrijo, ni les arreglo.
Viajo con ellos entre dimensiones.
Me dejo atravesar por su presencia. Me desordeno. Me permito no saber, soltar mis ideas preconcebidas, desarmarme completamente, desesperarme y renunciar. Entregarme a lo que ocurre con todo lo que viene, viendo surgir mis pensamientos, emociones, y sensaciones que tantas veces me impiden estar totalmente para ellos.
Navego entre las expectativas de tantos: las de su mamá, su papá, sus abuelos, profesores, múltiples terapeutas, hermanos, amigos, toda la familia, la sociedad, la comunidad entera. Y por supuesto las mías propias.
Me redescubro y recuerdo por instantes lo simple que es la vida, la claridad de los mensajes, la divinidad que somos, la belleza de la humanidad en su diversidad, el potencial infinito que tenemos y del que nos cuesta tanto hacernos cargo.
La crianza, la educación y en general cualquier trabajo con los niños pueden ser muy distintas si comprendemos que no se trata de formarlos sino más bien de permitirnos a nosotros mismos de-formarnos.
Mas que una labor, es un viaje de descubrimiento. Una mágica revelación de lo que somos realmente.
Ellos nos despiertan.
La crianza y la educación infantil es un despertar de la conciencia.