Un aullido tembloroso penetró en mis oídos mientras preparaba la cama para dormir. La amplia y tenebrosa habitación exudaba misterio. El triangular reloj colocado en la mesa de noche marcaba las once y cuarenta y cinco post meridiem. Las holgadas cortinas preparaban una coreografía extraña, impulsadas por la leve brisa que entraba por las hendijas de la frágiles ventanillas de cristal; se hacía evidente el preludio de una amenazante lluvia que golpeaba con sus primeras tímidas gotas la vidriedad de los endebles marcos metálicos. Me sorprendió sobremanera cuando sin ton ni son, las sábanas en el colchón comenzaron a estremecerse sin causa aparente, en tanto que un murmullo proveniente de algún lugar impreciso, me puso en guardia sobre mis fuertes y torneadas piernas que traquetearon por un instante.
Quedé helada cuando recordé que estaba sola en el inmenso departamento de mis padres, siendo su huésped mientras ellos regresaban de sus frecuentes viajes. –Tal vez la noche sea bondadosa conmigo y pase velozmente–. (fue lo primero que pensé) entretanto, los ruidos y aullidos provenientes de las catacumbas del rutilante piso de baldosas me hacían retroceder una y otra vez con cobardía. En un impetuoso intento por recuperar las fuerzas y buscar con denuedo la causa de los curiosos movimientos, tome una eburnea lampara de noche colocada sobre el oscuro escritorio y me abalance sobre la desdibujada figura que emergía llena de material belcro desde el estrecho borde que separaba la cama del piso, fue impresionante ver salir aquella inmensa cola blanca arrastrando dos enormes patas marrones y dos mas, enredada en una enorme funda estampada que impedía ver la pesada cabeza. Apenado mostró los dos grandes belfos embadurnados de una espesa baba cristalina. Era Rocco el travieso perro; lo abracé como a un enorme peluche y creo que reímos hasta que nos venció el sueño.