Hacía un frío que pelaba en aquel viejo caserón a las afueras de Londres.
Un cielo encapotado con un manto gris amenazaba lluvia.
Anochecía.
Al poco estalló la tormenta.
Dentro de la mansión alguien andaba frenético entre máquinas, cables, probetas y tubos de ensayo. Era el doctor Víctor Madenstein, un hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, que trasteaba en su laboratorio. Junto a él, un ser descomunal atado con correas sobre una tabla horizontal que hacía las veces de camilla. Sus muñecas y sus tobillos se mostraban sujetos a unas abrazaderas metálicas de las que salían unos cables que iban a parar a una consola cercana formada por un sinfín de botones, llaves y palancas.
Atrás quedaron los días de los preparativos: noches interminables a la luz de una vela consultando viejos manuales de anatomía, el saqueo de las tumbas en busca de cadáveres frescos y adecuados, y todo eso que aparece en las películas alusivas durante la primera media hora de proyección para ir abriendo boca.
Ahora era el momento definitivo. Aquel ser inerte que yacía en la improvisada camilla, fruto de tantas horas de experimentos y ensayos, era el resultado de un proceso que en ese momento llegaba a su recta final. La hora de la verdad había llegado.
Y aquella era la tormenta esperada, la tormenta perfecta. El ruido de los truenos servía de banda sonora y telón de fondo para la situación que estaba teniendo lugar.
De pronto, un relámpago iluminó violentamente la sala, una escena en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Una luz pálida procedente de la claraboya del techo alumbró por un momento el cuerpo yacente. ¡El rayo había caído precisamente sobre el tejado! Y desde el pararrayos exterior se comunicó con el interior del laboratorio a través de los cables dispuestos para tal fin. La descarga sacudió violentamente al gigante que estaba tumbado.
—¡Lo conseguí! —dijo entusiasmado el doctor cuando percibió un leve movimiento en los párpados del ser aquel.
Y el doctor Madenstein, aquel hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, lloró de alegría, como llora una madre cuando recibe en sus brazos el fruto que se gestó durante nueve meses en su vientre.
Deslumbrado por la situación, se quedó con los ojos muy abiertos mirando su obra. Aquella criatura le pareció bella, a pesar de su metro noventa y ocho, sus cicatrices, sus remaches y tornillos, sus zapatones y su pelo recortado a trasquilones. El montruo abrió primero un ojo, después el otro, y se quedó mirando fíjamente a Víctor Madenstein. Luego, tras emitir una especie de carraspeo, se incorporó y dijo:
—¿Cuál es mi estatus? ¿Nacido? ¿Adoptado? ¿Fabricado? ¿Con cuántos años nazco? ¿Debo ser considerado menor de edad? ¿Serás mi tutor? Espero haber caído en la familia adecuada y que mi padre, presuntamente tú, sea una persona responsable que me dé buen ejemplo y atienda mis necesidades. Espero que lo mío sea legal. No sea que salga por ahí algún heredero y me líe alguna por nacimiento ilegítimo. Anda que te has lucido: ¿No había otro más feo en el cementerio? Ya te vale, tacañón. Me has hecho de recortes de saldo. El flequillo cortado a bocados, como si fuera un antisistema, es de juzgado de guardia. Digo yo que me podrías haber buscado una ropa de mi medida. Esta chaqueta me queda corta y tiene más mierda que el sobaco de una mona.
Y fue en ese momento, en ese preciso momento, cuando Víctor Madenstein, el hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, comprendió que se había equivocado y que tarde o temprano tendría que deshacerse de su obra; algo así como un aborto a posteriori. Lo cual ocurrió poco después, cuando el monstruo se dedicara a sembrar el pánico por la localidad haciendo de las suyas.
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Y que Mary Shelley me perdone por esta relectura descabellada.