Revista Regiones del Mundo

Criaturas de los semáforos de Nueva Delhi

Por Moncho Satoló

Al lado de mi casa, en el sur de Nueva Delhi, hay uno de esos semáforos de los que duran una eternidad, propicio para pedir limosna. En esos puntos estratégicos uno puede encontrarse lisiados -muchas veces sin piernas, brazos, deformados por la polio o el rostro quemado por el ácido-; yonquis y alcohólicos; "hijras" (travestis que te echarán una maldición o se desnudarán si no les das una buena propina); madres o supuestas madres con bebés desnutridos; y niños, muchos niños.

Niños de la calle, solitarios, que piden dinero para subsistir; o niños esclavos atrapados por las mafias, quienes les vigilan en la distancia mientras reclaman unas rupias; o niños que permanecen junto a sus familias y que, como ellos, realizan algún tipo de labor para la economía del hogar: desde pedir limosna, hasta vender flores o globos.

El primer grupo de críos, el de los niños de la calle, es el más alocado y libre: juguetean entre ellos, corren, mientras se turnan en poner cara de pena a los ocupantes de los vehículos para que suelten algunas rupias. Forman grupos en los que cada uno tiene su cometido -desde hacer malabares frente a los coches, a poner la gran carita de pena o fingir alguna lesión-. Se protegen entre ellos y después se recogen juntos, quizá a un descampado, debajo de un puente o a un edificio en ruinas.

Después están los niños controlados por las mafias. Esos ya no son niños, sino robots, zombies que avanzan con monotonía entre los coches, sin expresión, reclamando una moneda. Cuando un alma caritativa, que piensa que hace bien, les da una moneda, los críos no la recogen con la mano, sino que acercan el recipiente de metal que portan para que la moneda sea depositada en su interior. Esta es la técnica que emplean los cabrones que los explotan para que el menor, avispado, no se guarde alguna moneda en el bolsillo. En la base del caldero hay aceite, por lo que si el mafioso ve que el niño tiene las manos pringosas, este sabrá que el chiquillo le ha hurtado alguna moneda.

Y por último está el tercer tipo, lo niños que campan durante gran parte del año, desde las 8.30 de la mañana hasta bien entrada la tarde, llueva, haga frío o un calor infernal, en un semáforo del barrio de Hauz Khas, muy cerca de donde vivo.

Al principio, cuando comenzó nuestra relación, se comportaban de un modo completamente profesional, con sus caritas de pena bien aprendidas para rogar una moneda. (Nunca, en los casi tres años que llevo en la India, he entregado dinero a un niño. Me opongo al hecho de que los exploten haciendo uso de la compasión que despiertan. Cuando estaba en Mozambique, sin embargo, la situación era diferente. Vivía en un orfanato con medio centenar de críos que habían frecuentado las calles y, al conocer sus historias, uno se daba cuenta de que esos niños no tenían otra alternativa: se parecían mucho al primero de los grupos descritos en la India, niños cuyos padres habían muerto víctimas del Sida u otras enfermedades y que ahora vivían con unos deshilachados abuelos, viejos y cansados, por lo que se sentían obligados a salir a las calles para tratar de buscar el modo de llevar unas pocas monedas a casa, muchas veces con trabajos mal pagados, otras mendigando.)

Sé que los padres de mi semáforo, con esfuerzo, podrían alejar a sus hijos de las calles, por lo que en vez de darles dinero, les doy de comer. El surtido es variado, desde galletas o caramelos (coño, son niños), hasta platos de comida rápida o refrescos (lo dicho, niños), en un puesto callejero cercano. Así que, con el tiempo, pasamos de la cara de pena y el tocar mis pies con la mano en señal de respeto -suelo ir en rickshaw, el vehículo más vulnerable ante los mendigos, pues no puedes subir la ventanilla y aislarte del mundo- al recibimiento alegre, con amplia sonrisa, preguntándome que es lo que guarda hoy mi mochila. Algunos de ellos incluso dan saltos y vienen corriendo. Las dos niñas mayores, mis favoritas -de unos 7 y 9 años-, y yo hemos ideado el mejor modo de no tener que preocuparme de llevar algo en la bolsa o perder tiempo -siempre con el minutero justo para llegar a la oficina-. Así que lo dicho, cuando me ven, bajo del rickshaw, le digo al conductor que me recoja al otro lado de la carretera y, mientras tanto, voy con mi grupo de dos a cinco niños al puesto callejero a comprar, sobre todo, lo que más les gusta: Pepsi, Mirinda, Sprite o zumo. Sí, no es lo más nutritivo del mundo, pero que disfruten.

Y luego, al regresar al rickshaw de camino al trabajo, unos 30 minutos, surge siempre la misma pregunta: ¿qué se puede hacer por estos niños? He pensado -que a diferencia de actuar no supone ningún esfuerzo- en varias posibles soluciones. La educación es clave, es un derecho, pero resulta ilusorio pensar que puedes enviarlos a la escuela sin tomar antes otras medidas: en el caso de los niños de mi semáforo habría que dar una compensación económica a los padres para que aceptasen perder una fuente de ingresos -para un padre analfabeto la educación muchas veces no es tan importante-. Lo que el Gobierno de la India hace, para evitar que muchos niños trabajen, es proporcionar en las escuelas públicas la conocida como "comida del medio día", la cual muchas veces incluye también desayuno. Haciendo esto, los padres se olvidan de alimentar una boca más en casa, mientras que el niño recibe un espartano pero nutritivo alimento, además de la bendita educación.

Pero en el caso de mis niños del semáforo no funcionaría: provienen del estado de Rajastán, no están registrados en la capital y de vez en cuando -y en épocas diferentes- regresan a sus pueblos para disfrutar de lo recaudado. Así que solo les interesa el dinero, por lo que este será el único que aleje a estos niños de la calle. No creo que fuese muy costoso, ¿pero cómo garantizaría que cumplen con lo prometido? ¿cómo negociaría? En el caso de los niños de la calle, solos, sin padres ni mafias, la solución estaría clara: los centros de acogida que, como en el orfanato en el que trabajé en Mozambique, brinda a los niños la posibilidad de un futuro mejor.

Nota: Hace un par de semanas conocí uno de estos lugares en Nueva Delhi, gracias a la emocionante historia de Vicky Roy, un niño de la calle que se ha convertido en un magnífico fotógrafo.


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