El más importante descubrimiento arqueológico de la historia tuvo lugar el 16 de octubre de 1869 cuando, acometiendo unas obras bajo un granero en Cardiff (Nueva York, EEUU), unos sorprendidos obreros desenterraron aquello que iba a cambiar por siempre la concepción de la historia, que daría un vuelco a la teoría de la evolución y que revolucionaría todos y cada uno de los despachos de arqueología de las universidades del mundo. Claro es que al principio aquellos hombres de escasa formación, casi analfabetos y desconocedores del mundo académico, se lo tomaron como una anécdota y exhibieron su glorioso descubrimiento a cambio de 25 centavos por cabeza. La ignorancia. Aquel monstruo petrificado de tres metros de alto estaba, en cambio, destinado a ocupar las portadas de medio mundo. Y lo hizo, claro. El gigante de Cardiff, titularon los periódicos y bramaron los pastores desde sus púlpitos: la muestra científica de que la biblia, cuando hablaba de las magníficas criaturas que habían poblado el mundo en sus primeros años, no se equivocaba:
Por entonces y también en épocas posteriores, cuando los hijos de Dios cohabitaban con las hijas de los hombres y éstas tuvieron hijos, aparecieron en la Tierra los gigantes.
Génesis 6:4
Vistas así las cosas, es casi una lástima que el gigante de Cardiff, en verdad, fuera más falso que un duro de seis pesetas. A pesar de todo, cumplió su función de forma primorosa, porque había sido creado, precisamente, para reirse de los creacionistas que, frecuentemente, solían discutir con el tozudo George Hull, ateo convencido. Hull, cansado de las soflamas religiosas de muchos de sus contertulios, decidió gastarles la broma del siglo y, para ello, se hizo con un bloque de yeso y un escultor de confianza que le modeló, contrato de confidencialidad mediante, lo que parecía un gigante yacente de tres metros de alto. Tras haber envejecido el material con algunos ácidos, enterró la figura bajo el granero de un primo suyo que, meses después, contrató a un par de obreros para que excavasen un pozo que no necesitaba. La curiosidad humana hizo el resto, y el gigante de Cardiff se transformó en todo un fenómeno nacional. Hull no logró engañar a los arqueólogos y gente de ciencia, pero sí a muchos extremistas religiosos e, incluso, al empresario del freak show P.T. Barnum, que exhibió, durante algunos años, una réplica de la burda estatua.
Pero no siempre las víctimas de los fraudes han sido incautos, analfabetos o radicales. También hubo científicos que cayeron, para su desgracia, en las trampas urdidas por bromistas o rivales de mala fé. Universalmente, el caso más conocido es el del cráneo, de infausto recuerdo, del hombre de Piltdown. La vergonzante historia comenzó a finales de 1912, cuando saltó a la opinión pública la noticia del descubrimiento, cuatro años atrás, de un misterioso cráneo en Piltdown (East Sussex, Reino Unido) que podría demostrar la existencia de un eslabón perdido entre el mono y el hombre. Aquel cráneo era, para los profanos, casi idéntico al de un humano, pero los científicos comprobaron que el occipucio era más similar al de un simio, la capacidad craneana más pequeña que la de los humanos modernos y la mandíbula, que contenía, sin embargo, un par de molares humanos, guardaba más similitudes con la de un chimpancé. La nueva especie se denominó Eoanthropus dawsonii en honor a su descubridor, el hasta entonces respetado Charles Dawson.
Aun hoy en día se desconoce, más allá de la suposición, quién se la metió doblada a Dawson, e incluso ha habido quien ha defendido la idea de que fue él mismo el que, para darse importancia, generó el tosco fraude. La cuestión, de cualquier modo, estuvo discutiéndose en los ámbitos científicos durante casi medio siglo hasta que se comprobó que el cráneo de Piltdown era una falsificación muy bien hecha a partir de los restos de un orangután, un mono y un hombre, muertos en diferentes épocas, además, y que se había enterrado aposta para ser descubierto. Afortunadamente para su orgullo, Dawson murió en 1916, y no estuvo a tiempo de ver cómo su gran descubrimiento era desmantelado para vergüenza de los científicos que habían expuesto sus teorías sobre el misterioso cráneo.
No siempre salen tan bien -pocas veces, de hecho- como con el fraude de Piltdown, pero lo que no se les puede negar a los falsificadores es el empeño que ponen en conseguir sus poco éticos propósitos. En julio de 1944, por ejemplo, comenzaron a aparecer las llamadas figuras de Acámbaro, estatuillas de barro de extraño aspecto que alcanzaron el tremendo número de 32.000. Un motivadísimo alemán, Waldemar Julsrud, las sacó a la luz, defendiendo la teoría creacionista de que eran prehistóricas y que, por tanto, y dado que representaban a todo tipo de dinosaurios, suponían la prueba palpable de que el hombre había convivido con los grandes reptiles. Julsrud no contaba, claro, con la intervención de la ciencia, que enseguida desmintió la mayor y avisó de que las estatuillas no pasaban de ser un fraude de poca monta…. pero no barato: en los años cincuenta, una familia de Guanajuato confesó a un investigador haber creado todas aquellas estatuillas a encargo del propio Julsrud y al precio de un peso cada una.
Pero no todos los falsificadores lo fueron a mala fé. Algunos, sencillamente, eran meros excéntricos o bromistas profesionales. Es el caso del simpar Charles Waterton (1782-1865), uno de esos hombres decimonónicos con el dinero suficiente como para viajar a lugares que el común de los mortales no podría conocer jamás y adquirir exóticas aficiones con tal fruición como para convertirse en uno de los mejores expertos en ella. Cuando Waterton era joven, quiso el destino llevarle a la Guayana inglesa, esperándose su regreso en Inglaterra con gran nerviosismo, como se esperaban a todos los aventureros que pudieran desvelar los secretos de aquellas desconocidas tierras. Si todos los exploradores regresaban en loor de multitudes, Waterton lo hizo, además, por la puerta grande: apareció con un extrañísimo especimen disecado, al que apodaba El Indescriptible y que decía haber capturado en los bosques africanos. Lo cierto era que el Indescriptible no era sino un simple mono aúllador, de los muchos que pueblan el trópico -ni mucho menos África- disecado de una forma poca ortodoxa: Waterton, experto taxidermista, había unido la cara, convenientemente afeitada y modificada para darle un aspecto humano, del simio a los cuartos traseros, creando así tan singular aspecto.
Los monos, involuntarias víctimas, como vemos, de innumerables fraudes zoológicos, fueron también protagonista de un timo que aún emerge como verdadero recurrentemente -sobremanera ahora, al calor de Internet- y que, sin embargo, hunde sus raíces en el siglo XIX. Hasta ahora hemos conocido fraudes construidos para demostrar teorías descabelladas, por broma, por orgullo o por desprestigiar a un rival, pero no podría terminar el artículo sin mencionar la principal causa para su creación. ¿Adivinan? No, no se equivocan: el vil metal fue, a mediados del siglo XIX, la razón por la que varios monos sirvieron como modelos para recrear a las mitológicas sirenas. El fenómeno se conoció como el de las sirenas de Fiji porque ahí era donde, supuestamente, habían sido capturadas. Un tal J. Griffin andaba ofreciendo el visionado de los cadáveres de sirenas reales a 50 centavos la cabeza y nuestro ya conocido P.T. Barnum se enteró del tinglado. Cuando Barnum exhibió por primera vez a las sirenas de Fiji que -esto se averiguaría más tarde- había copiado vilmente a Griffin, el escándalo fue mayúsculo: más que bellas damas de cola de pez, los bichos en exhibición eran monstruos horrendos. No era para menos: en realidad, lo que estaba pagando la gente por ver eran monos momificados superpuestos a la cola de un pez.
Científicos o profanos, religiosos o ateos, miembros de la alta sociedad o populacho de la baja, todos somos susceptibles de acabar cayendo en la trampa y creyéndonos a rajatabla de un fraude construido por nuestros congéneres. Mejor o peor hecho, eso importa poco: lo realmente relevante es querer creer, ya sea por el ansia de escuchar nuevas historias, por el deseo de justificar nuestras creencias o por simple ingenuidad. Y, en el fondo, ¿no sería aburrida en exceso la vida si tuviéramos la certeza de que todo lo que se presenta ante nuestros ojos es siempre real, sin trampa ni cartón? ¿Qué nos quedaría, entonces, por descubrir? Dejemos, pues, que los estafadores sigan intentando engañarnos y que al final, una vez descubierto el embrollo, uno pueda creer en lo que quiera. ¿No es, también, un poco bonita, aunque se haga a mala fé, la fantasía?