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Crímenes perfectos

Publicado el 20 febrero 2014 por Pólvora Mojada @PolvoraMojada84
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Afuera, llovía a cántaros y la noche era más fría que de costumbre. Acababa de llegar a tu casa, empapada, y mientras me envolvías en el calor de una toalla, tu mirada escondía su brillo habitual. 
La tetera anunciaba que había cumplido su función. Llenaste las dos tazas y ambos nos posamos en aquel viejo sofá de escay de color cielo, siempre tan incómodo. 
Deconstruíamos el mundo y tú afirmabas que nuestros cuerpos ya no podrían volar. Los otros nos habían cortado las alas. Los otros ocupaban cada rincón. 
Delirabas que había seres de universos lejanos que absorbían mentes humanas, que convertían lo absurdo en importante y relegaban lo metafísico a niveles infrahumanos. Divagábamos sobre la caída de lo trascendental a valores cotidianos. 
Tripulábamos un barco a la deriva y yo me dejaba llevar por el ritmo de las mareas. Pero tú acostumbrabas a nadar a contracorriente. Tenías tendencia a naufragar contra las masas. Quizá los demás no adivinaran qué se escondía tras aquella faz, pero eras transparente para mí. 
Tus palabras golpeaban mi mente y ésta viajaba a lugares inhóspitos. Tu locura opacaba mi lucidez y ambas bailaban al son de tus dilatadas pupilas clavadas en un punto muerto. Tu cara oculta se mostraba ante mí y permitía que me arrastraras con tus impulsos.
De repente, miles de millones de ojos nos estaban observando desde diferentes perspectivas. Nos analizaban, nos ofrecían todo lo que ansiábamos y nos susurraban dulcemente aquello que deseábamos escuchar. No estaba muy segura de si aquello era bueno o malo, pero sonaba a música celestial y no podía evitar abrazar aquel cántico. 
Eran los otros. Los otros me poseían. Los otros me proporcionaban aquella falsa libertad que abanderaba sin pudor, aunque, en el fondo, supiera que no era más que una mentira. 
A ti no te querían. Tú habías descubierto su plan y tenían que expulsarte. Yo no era más que un proyectil que, inevitablemente, se dirigía hacia ti. Fueron los otros los que apretaron el gatillo. Te condenaron y te aprisionaron por siempre en mazmorras que encierran versos libres.
Salí de tu casa sonriente. Apagué todas las luces, para que pareciera que no había nadie o que estabas durmiendo. Pensarían que lo habías hecho tú. 
Me aseguré de que nadie me viese. Sólo era una sombra oscura en mitad de la noche. El arma que los otros me habían proporcionado tenía silenciador. Sin duda, estaban preparados. Me recogerían en esa esquina donde brillaban dos luces rojas y allí les esperé. 
Antes de que la bala rozara mi cabeza, logré vislumbrar que su arma era idéntica a la mía. 
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