En la práctica vinculamos el cristianismo, o más concretamente, el catolicismo (quizá su versión más rígida y autoritaria), con el conservadurismo liberal, y con buena lógica a juzgar por lo que vemos todos los días, sin embargo la relación contraria también es posible, cuando menos en la teoría, y puede que incluso con algo más de acierto (si bien en minoría y con matices, no son pocos los que piensan que, del mismo modo que "la ética mira a la izquierda", como dice Esperanza Guisán, el cristianismo también).
Que el católico medio actual sea anticomunista y procapitalista se debería no a una supuesta mercadolatría y antiigualitarismo intrínsecos a la fe cristiana (de hecho, un cristianismo capitalista sería en gran medida un oxímoron, no así un cristianismo socialista), sino a una mayor predisposición personal al pensamiento mágico, lo que traducido al plano político sería una mayor afinidad por el lado ritualista, tradicionalista, paternalista, colectivista, antropocentrista, autoritario y alienante de la religión cristiana (por regla general y debido a lo que podríamos llamar la ley de la entropía cultural, ese es precisamente el lado más popular y degradado de las ideologías, incluidas las religiosas, de ahí la necesidad del ateísmo y del escepticismo como contrapeso a los desmanes caóticos del teísmo -en mi opinión, el cristiano ideal, suponiendo que tal palabra no se le quedara pequeña, sería ateo, aunque no exactamente como esos "nuevos ateos" liberaldemócratas, y difícilmente se llamaría a sí mismo cristiano dado el reduccionismo, las limitaciones éticas y las connotaciones históricas que ello conlleva) y en mucha menor medida por el lado más revolucionario de su religión, lo que le llevaría paradójicamente a venerar a una especie de rebelde anarcocomunista como lo fue quizá Jesucristo al mismo tiempo que se empodera a gobiernos de mercaderes y por ende contrarios a las enseñanzas históricamente desoídas, o puestas en práctica mínimamente y con no poca hipocresía, de su salvador.
De ser cierta esta tesis, siquiera un poco, no serían pues las enseñanzas cristianas en general las que propician que los católicos españoles se pongan tantas veces del lado de las clases ricas y dominantes (¿cómo sería eso posible, si en verdad está escrito que hagamos todo lo contrario?), sino en concreto un modelo de pensamiento patriarcal y supersticioso que desde sus inicios va asociado a la cultura judeocristiana y posteriormente a la Iglesia. Un modelo basado en la credulidad y que, por desgracia, la Biblia prescribe maquiavélicamente desde el principio, virtudes aparte, lo cual explica que ayer creyéramos en los milagros de Lourdes casi con tanto fervor como hoy creemos en los milagros de los economistas.
En otras palabras, es la fe colectiva en la Autoridad, ya sea una autoridad disfrazada de obispo, de político, de policía, de profesor, de científico o de tecnólogo, el emulsionante que permite que el cristianismo más social y el capitalismo más antisocial se mezclen con aparente normalidad en las sociedades occidentales modernas. En ese sentido, el católico medio no abraza la Autoridad por estar acostumbrado a ella como católico, que también, sino más bien al revés: es, o le han hecho, católico porque primero fue presionado a aceptar la importancia de la obediencia, dios de dioses. O dicho de otro modo, debido a que previamente abrazó la Autoridad, tendió a seguir creyendo ya de adulto en su padre o en su madre, en el Patriarca de la familia en definitiva, y a continuación en el Profesor, en Dios Padre, en el Sacerdote, en el Papa, en el Presidente, en el Banquero, en la Bolsa y en casi toda nueva abstracción que le recordara a una figura paterna indubitable y potencialmente castigadora. Que B (catolicismo) suela ir asociado a C (capitalismo) en la actualidad no quiere decir necesariamente que uno sea la causa principal del otro, aunque ciertamente existan algunos puntos de unión. Puede ocurrir perfectamente que A (autoritarismo, estatismo, centralismo, urbanismo, patriarcado, pensamiento mágico, etc.), un factor previo en el tiempo, sea la causa fundamental de ambos, y que incluso su influencia homogeneizadora sea tan poderosa que dos ideologías tan aparentemente irreconciliables puedan no solo convivir pacíficamente sino parecer uña y carne.
(…). Se puede pues transitar libremente entre el catolicismo y el marxismo sin pasar por el liberalismo. El sendero que va del credo tridentino al trotskismo es más corto de lo que parece. (…) A pesar de la autocracia caliginosa de su Iglesia, los católicos son aspirantes idóneos a izquierdistas. Por lo general, al menos en Gran Bretaña, tienen estos su origen en la clase obrera inmigrante y saben apreciar por formación el valor del pensamiento sistemático, se sienten como pez en el agua en medio de las dimensiones colectivas y simbólicas de la existencia humana y desconfían del subjetivismo. Entienden igualmente que lo institucional es inherente a la vida humana, dan más valor al acerbo común que a la inspiración individual y opinan que todo anda horrorosamente mal pero podría ir infinitamente mejor. A semejanza de los socialistas, son demasiado pesimistas como para inclinarse por lo progresista-liberal; y también demasiado esperanzados. Son, igualmente, herederos de una fértil tradición de pensamiento ético y político y no tienen miedo a pensar a lo grande. En cuanto parte de la institución cultural más persistente en los anales de la historia, que ha sobrevivido a lo largo y ancho del tiempo y el espacio, los católicos conocen bien la mudanza de la historia, pero también son expertos en su continuidad. Por ello, pocos individuos presentan tantas cualidades para engrosar las filas de la posmodernidad. Puede que tener que creer en la infalibilidad del Papa y en la Asunción de la Virgen –por no hablar de aprender a disculpar la tortura física y moral-, el ser objeto de los abusos sexuales de curas o de vapuleos por parte de monjas sádicas sea un precio demasiado alto por los años de aprendizaje, pero, en fin, ya se sabe que la letra con sangre entra.
Mas los católicos también tienden hacia la izquierda a causa de su aversión instintiva hacia el liberalismo, lo cual es a la vez admirable y castrante. Su apego al autoritarismo les hace atractivos para el socialismo, donde la especie abunda. Uno de los motivos de sonrojo de la izquierda hay que encontrarlo en el hecho de que un proyecto tan eminentemente razonable ejerza una fascinación irresistible sobre gentes que necesitan superar su complejo paterno o resolver su ambigüedad kleiniana. Todo socialismo que no logre cimentarse sobre la gran tradición liberal, tan profusamente alabada por Marx, está probablemente destinado al fracaso. Así pues, católicos e izquierdistas deben aprender de los liberales acerca de la ambigüedad y riqueza de todas las cosas, del encanto del matiz y la singularidad, de las dificultades para llegar a opiniones concluyentes, del valor de lo frágil y efímero, de la timidez patológica de la verdad. Los liberales, por su parte, deben aprender que, cuando se trata de encarar los grandes conflictos que desgarran nuestro mundo, no es posible adoptar una postura juiciosamente equidistante. En todos y cada uno de esos conflictos hay un lado más justo y otro menos justo y, al aferrarse a ese credo, los no liberales se alinean en el lado más cercano a lo justo.
(…). El socialismo y el cristianismo son a un tiempo idearios materiales y espirituales, que valoran la vida ordinaria luchando a la vez por transfigurarla. Para la fe cristiana, el amor a Dios es una fuerza subversiva e implacable que irrumpe violentamente en el mundo, desgarra las familias, derroca a los poderosos, ensalza a los débiles y deja a los ricos con las manos vacías. Es precisamente esa ironía revolucionaria de la inversión con la que el Yahvé del Antiguo Testamento se siente identificado.
Terry Eagleton, 2001El portero: memorias, Random House Mondadori, Barcelona, págs. 43-51.