El último páramo emocional de la ambición cinematográfica
Nota: 7
Lo mejor: Ryan Gosling.
Lo peor: peca de ambiciosa y se excede en tiempo.
A Derek Cianfrance le gusta darnos lecciones sobre la vida. Si en Blue Valentine
nos dejaba caer en un idílico romance para posteriormente mostrarnos a
la hermana fea del amor, configurando el retrato más cruentamente
fidedigno posible del concepto, aquí, en The Place Beyond the Pines,
título original que hace mucha mayor justicia al film que el fijado por
nuestro querido mono traductor, nos obliga a descender al subsuelo de
una realidad social llena de mierda que, a pesar de no descubrirnos nada
nuevo, nos recuerda lo miserable de nuestra condición humana reflejada
en una sociedad que categoriza a los individuos por sus logros y los
juzga por sus acciones, sin profundizar en la verdadera raíz de una
problemática común y eso, amigos, lo sabe bien el realizador, quien
nueva y sabiamente colabora con Ryan Gosling para abofetearnos la
cara a través de este intenso, turbio, angustioso y crítico drama
durante cuyo viaje no sabemos muy bien a qué estación iremos a parar.
El desconocimiento que provoca la actitud mística que Cianfrance mantiene
casi constante en la cinta, a excepción de su acto final, más flojo y previsible, genera una
inquietud extraña en el espectador, como si asistiéramos a un
espectáculo en el que se han prometido fuegos artificiales, pero cuando
creemos que por fin van a explotar, éstos nunca terminan por eclosionar
del todo, para bien o para mal, sino que se transforman antes en un millón de formas distintas
e inesperadas que tornan el show en un enigmático juego de
ramificaciones sin una meta definida, y es así es como la película
divide su metraje en tres partes bien diferenciadas en las que convergen
una tríada de historias con distintos protagonistas que por azar,
destino o casualidad, según creencias, cruzan sus vidas.
El primero de esos actos, el mejor, es liderado por un magnífico Ryan Gosling
que vuelve a enfundarse la chupa de macarra para encarnar a un
motorista especialista de circo que nos hará recordar en cierta medida
al estático piloto de Drive (crítica aquí); una piel de
buscavidas temerario hecha a medida del actor con la que defiende de una
excelente forma esos aires de delincuente rebelde nacidos y mimados de
la experiencia del carácter como eterno perro callejero que se ha visto
obligado a sobrevivir en los límites de la ilegalidad.
Sorprendentemente, Eva Mendes
en lugar de ser, como de costumbre, esa figura-objeto de ornamento que
en lugar de proporcionar alguna ventaja se limita sólo a estorbar, apoya
en esta ocasión la labor interpretativa de su compañero al defender tan
acertadamente el rol de sufrida ex pareja y madre victimizada por un
sistema injusto y discriminatorio que no duda en cebarse con los más
débiles y desprotegidos.
Sin
prever nada de lo que va a suceder, aunque inmersos en momentos
angustiosos que nos conciencian al menos de que el asunto no puede tener
un happy ending, Cianfrance nos introduce en el segundo segmento, capitaneado por un Bradley Cooper que aparta su actitud de estrella de acción y el golfo nocturno para regresar a esa agradecida seriedad que ya demostró en El Lado Bueno de las Cosas.
Así, el actor se planta el uniforme de madero y nos muestra su historia
en ese margen de la línea que se presume el "correcto" en contraste con
el camino del criminal.
Por
último, saltamos una generación para entrar de lleno en el acto final,
más endeble que las pasadas fases, porque una vez que avanzamos
en la cinta somos capaces de predecir a dónde quiere llevarnos nuestro
amigo Derek, además de que el fragmento es el mismo vivido una y otra vez en otras experiencias cinematográficas. Ahora son los prometedores jovencitos Emory Cohen (Four) y Dane Dehaan (Chronicle, Sin Ley, Lincoln)
los que cuelgan el broche a este sombrío cuento con paradoja que
pierde el norte unas veces y se reencuentra con lo mejor de si mismo
otras para deleite de un público obnubilado ante la lírica agridulce de un Cianfrance desorientado.
Un verso en mitad de un muy bien ambientado bosque con una sensacional banda sonora como fondo, obra del virtuoso Mike Patton (Red de Mentiras o Black Hawk Derribado),
que no sólo se presenta inquietantemente ensoñador, sino que también se
torna espeso al andar sobrado de líneas, porque dos horas y cuarenta
minutos resultan demasiados en un film arrítmico que no siempre es
eficaz en su configuración al resbalar como un ambicioso relato
dramático en ciertos tópicos, carencias y excesos que alejan de la
perfección a este último largometraje del realizador, quien ha querido ir más allá de las posibilidades que le ofrecen, por el momento, su talento y conocimientos en la realización y guión.
Arriesgar,
vivir al límite, calcular las consecuencias de nuestros movimientos,
responsabilizarnos de ellos, cruzarnos con otros en el camino, cambiar
el nuestro, cambiar el suyo y jugársela hasta chocar, como un motorista
especialista en una gran bola de metal que da vueltas y vueltas poniendo en peligro su vida y la de sus compañeros. A pesar de todo lo negativo, otra vez Derek Cianfrance nos alecciona, como puede y no tan malamente, la cara más jodida de este mundo y de una sociedad
hipócrita y corrupta que olvida que hace tiempo dejó de ser como una
película de superhéroes, dividida en buenos y malos, porque ahora el
asunto ya no va de eso, sino de circunstancias. La hostia duele.