
Nota: 3,5
Lo mejor: los últimos 15 minutos.
Lo peor: que los protagonistas no sólo carecen de química, sino que hasta generan antimateria en el agujero negro que se forma entre ellos cada vez que comparten plano.
El Llanero Solitario, surgido como una de las figuras más ilustres de los seriales radiofónicos y televisivos de mediados del siglo XX, es con toda seguridad un icono de infancia para muchos de la misma forma que una figura distante en el imaginario estadounidense para otros; pero de lo que no cabe duda, es de que todo el mundo ha oído alguna vez su nombre y no tarda en identificarlo como uno de los mitos del salvaje oeste, aunque sea incapaz de ponerle rostro. Con eso en mente y teniendo en cuenta lo que logró el equipo formado por el realizador Gore Verbinski y Johnny Depp para Disney con Piratas del Caribe, al resucitar un género enterrado e inaugurar una de las franquicias más exitosas de la historia por el camino, no sonaba nada descabellado que el mismo triunvirato lograra repetir el hito al insuflar oxígeno a otro género condenado mientras se servía de una marca tan consolidada como distante en el tiempo a modo de cimiento. El problema es que no basta con soltar en el desierto a un director entusiasta con 250 millones en un maletín, la compañía de Johnny Depp con una caja de ceras blancas bajo el brazo y un puñado de historietas de vaqueros de los años 30 y esperar a ver qué sale.

El problema de El Llanero Solitario es mucho más profundo y se concentra en el propio tono y dirección que el proyecto ha tomado desde sus inicios, caídas de caballo y accidentes de rodaje varios a un lado. Seguramente hubo un día en el que la idea era realizar la película de aventuras trepidante que ésta sólo logra ser durante el clímax, pero entonces alguien se dio cuenta de la gran oportunidad que tenían delante para contar una historia de orígenes profunda, que desarrollara la psicología y evolución de no uno, sino de dos héroes, sin dejar de lado la crítica social al maltrato que sufrieron los indios norteamericanos por culpa de los intereses económicos de magnates de la minería y el ferrocarril. Y todo ello, por supuesto -y aquí viene la clave-, sin perder el tono de comedia que todo éxito veraniego y familiar tiene que tener. Al final, tropocientos cafés y lo que tranquilamente pueden ser 300 páginas de guión después, se dieron cuenta de que se les había olvidado meter la aventura. Pero ya era tarde.

No me entendáis mal, ya que si algo le sobra a esta cinta son buenas intenciones y propósitos, aunque todos mal equilibrados y con los signos evidentes de haber supuesto una auténtica tortura en la sala de montaje. Empezando por su tramposo prólogo y continuando por los giros de guión previsibles y convenientes que plagan la función, la historia de venganza de ranger dado por muerto y su compañero indio no se sigue con ganas porque, en su periplo de venganza contra el forajido que asesinó al hermanodel primero y que -en otro momento completamete diferente- arrasó con la tribu del segundo, no parecen nunca llegar a ninguna meta que no sea conocerse mejor entre ellos mismos como si de dos colegas de setas por el desierto se trataran. Por si fuera poco, la falta de seriedad y talante con la que está dibujada la pareja protagonista, sumado al caso de incompatibilidad de carismas más grave visto desde The Tourist -adivinad a quién no le sienta bien compartir protagonismo-, impiden que veamos en ellos a una especie de Batman y Robin del antiguo oeste en las escenas de acción, inspirando más inseguridad que los chicos de Gandia Shore participando en Saber y Ganar.

Por lo menos, en los últimos quince minutos la película adopta de golpe el tono campy aventurero que llevábamos todo el metraje buscando y ya dábamos por perdido. Se trata de una recta final que guarda el mayor desparrame de medios visto en el filme y que parece condensar todo el ritmo ausente en las dos horas previas en una escena de acción tan espectacular como nostálgica, recuperando el clásico tema musical que acompaña al personaje junto a alguna de sus frases y latiguillos más célebres. Solamente en esta secuencia se nota el sentido del espectáculo del realizador de Piratas del Caribe, tremendamente respaldado durante todo el filme por los meritorios trabajos de Bojan Bazelli (The Ring, Rock of Ages) a la fotografía y del mítico Hans Zimmer con la banda sonora, sin los que habría estado perdido del todo.

Al final, la sensación final que deja El Llanero Solitario es la de haber asistido a la misma historia de corruptelas en torno al ferrocarril que tantas veces nos ha contado el género, sólo que de una forma más estereotipada en favor del desarrollo de dos personajes que no han sido tratados con la seriedad que deberían. En el fondo, el intento pasa por adaptar lo que a día de hoy se entiende como la historia de orígenes de un superhéroe a un contexto tan rico como el que plantea el western. Sin embargo, desde la primera página del guión hasta la última gota de maquillaje, todos los implicados parecen sumergidos en pleno desfase en medio de la última fiesta pagada por Disney que se ha corrido Johnny Depp, auténtica estrella vocacional del invento y, probablemente, el que haya visto su imagen más deteriorada con el fracaso de la cinta. Porque cuando llega un punto en el que el intérprete no desaprovecha una oportunidad para saquear el armario de los disfraces de Mortadelo, la magia desaparece, lo excéntrico se convierte en parodia y el sello y marca propios se transforman en la manera de hacer el indio mejor remunerada del mundo.