Revista Cine
¿Le sirvo unas nominaciones a
los Oscar, señor presidente?
Nota: 5,5 Lo mejor: David Oyelowo y una convicente labor de maquillaje. Lo peor: Oprah Winfrey y su encarnación del hambre de premios que tiene toda la película.
Desde la mansión de Bruce Wayne hasta la de Lara Croft, de las fiestas bomboneras de Isabel Preysler a las juergas raperas del príncipe de Bel Air, la figura del mayordomo ha sido uno de los puntales en torno a los que se han desarrollado muchos personajes que forman parte de la cultura popular. La estupenda Lo que Queda del Día, dirigida en 1993 por el británico James Ivory, ya profundizó en la psicología de estos fieles escuderos en la sombra, relegados a un segundo plano marginal y poco agradecido, pero portadores del inmenso poder crítico que les otorga su manifiesta invisibilidad. Incluso hace un par de años, Hollywood ya le regaló su película homenaje al servicio doméstico, con denuncia al racismo incluida, en la bastante superior Criadas y Señoras; de ahí que El Mayordomo, con idéntica misión, pero un insoportable encorsetamiento académico, resulte tan innecesaria como cerca del insulto, descubriéndose como un telefilme servido frío, con un plato central que no está a la altura de la decoración de la mesa ni de los modales que se presuponen para disfrutarlo.
Lo primero que hay que tener claro a la hora de enfrentarse a El Mayordomo es que se trata de una película diseñada única y exclusivamente para arrasar en los Oscar. Amparándose en el rotulo previo que nos avisa de que estamos a punto asistir a la adaptación de una historia real, el realizador Lee Daniels se ha estudiado de cabo a rabo el manual de la Academia, con alguna mirada de reojo al despacho oval, hasta regurgitar una apuesta capaz de repeler a determinado tipo de espectador por lo descarado de sus intenciones. Ya lo intentó hace un par de años con Precious, presentando la historia de una adolescente negra condenada a la marginalidad por culpa de su obesidad, cierto retraso mental y las consecuencias de años de abusos sexuales, y ahora refuerza su misión manipuladora con todos los recursos que está dispuesto a ofrecerle un Hollywood que le ha recibido con los brazos abiertos, así como con la visión más oportuna, "yes we can" incluido, del patrio-marketing que caracteriza al país de las barras y estrellas.
Y es que lejos de la épica de otros intentos recientes como Lincoln o El Discurso del Rey, ni el personaje principal de El Mayordomo tiene una historia apasionante, ni sus acciones repercutieron en realidad en la lucha contra el racismo en la América de mediados de siglo como nos quiere dar a entender la campaña publicitaria de la película. El único mérito de Cecil Gaines, en realidad, no difiere demasiado del de cualquier otro afroamericano que tuvo que sufrir en sus carnes la dolorosísima transformación de nuestra sociedad en un hábitat cada vez más igualitario, y sólo pasa por codearse a diario con los sucesivos líderes del mundo libre, aunque fuera para prepararles un café o alcanzarles el papel higiénico, así como por servir como inmejorable carnaza para un telefilme hollywodiense por su truculenta vida familiar. Porque por si aún no os habíais dado cuenta, El Mayordomo no es el relato del sirviente que cambió la historia con su influjo sobre un gobernante concreto, sino otro dramón familiar marca de Lee Daniels.
Tampoco vamos a negar que en las peripecias del primogénito del protagonista (David Oyelowo), un joven muy implicado en la lucha callejera a favor de los derechos civiles, se encuentra el mayor esfuerzo de toda la película por dibujar un contexto potente, con la profundización suficiente en la brecha social como para dar cabida a filosofías tan dispares como la de Martin Luther King y la de Las Panteras Negras. Por desgracia, es de puertas para adentro en casa de los Gaines donde se encuentra el mayor lastre de toda la función, con más minutos de la cuenta para el alcoholismo intermitente de la matriarca (Oprah Winfrey) frente al pasotismo general del rol central. Incluso el personaje del benjamín de la familia, el hijo pequeño de Cecil, con varios momentos cómicos tan bienvenidos como inesperados, acaba maltratado en favor de la provocación de la lágrima fácil.
Siete fueron los presidentes para los que trabajó Gaines y os aseguro que los iréis contando durante las interminables dos horas y cuarto que dura el filme. Sus apariciones, más que para marcar la evolución en las formas de entender los derechos civiles a lo largo de la historia política de Estados Unidos, para lo que sirven es para relajar el tono del filme desmitificando a los ilustres. De ahí que la aparición de Liev Schreiber como Al Johnson se limite a ver la gestación de un truño presidencial, o la de James Marsden como Kennedy se centre más en los atípicos hábitos del malogrado presidente, consecuencia de la enfermedad de Addison que padecía, que en sus convicciones sobre la igualdad de sus ciudadanos. Se trata de una utilización casi anecdótica de unas figuras que se presuponen cruciales para el relato, que además nos impiden disfrutar de aparatosas caracterizaciones como las de Robin Williams (Eisenhower) o John Cusack (Nixon), que acaban convertidos en simples adornos con más tendencia a distraer que a aportar realmente algo.
Como no podía ser de otra forma, el trabajo del todoterreno Forest Whitaker es todo lo esforzado que se espera de un intérprete que va a por todas en la temporada de premios. Miradas al infinito, andares cada vez más torpes según el personaje se va haciendo mayor y todo tipo de amaneramientos forzados conforman su cansino aunque efectivo repertorio. Las ambiciones de Oprah Winfrey, coprotagonista de la función tras apoyar a Daniels con la distribución de Precious, no se quedan por debajo, no así la calidad de su trabajo, sobreactuado y estereotipado hasta el punto de que dan ganas de que gane realmente un dorado aunque sólo sea para que deje de intentarlo con tanta intensidad.
Más cerca de la factura telefilmera de títulos como Hombres de Honor o El Color Púrpura que de la contundencia crítica de referentes como Arde Misisipi y Malcom X, El Mayordomo llega autoproclamándose como la última denuncia racista de Hollywood disfrazada de una gran historia americana que no es tal. Por lo menos, frente a la redundancia de un mensaje mil veces lanzado al público nos encontramos con un reparto de auténtico lujo, respaldado además por una labor de maquillaje que, dejando a un lado a unos achocolatados Cuba Gooding Jr y Lenny Kravitz cuando sus personajes alcanzan la vejez, se convierte en esa pátina de cinematografía que necesita este dramón para resonar más allá de la parrilla de sobremesa dominguera. Porque me niego a aceptar que su principal virtud sea la de resucitar, aunque sólo sea por un par de minutos, a Ronald Reagan (Alan Rickman).
Nota: 5,5 Lo mejor: David Oyelowo y una convicente labor de maquillaje. Lo peor: Oprah Winfrey y su encarnación del hambre de premios que tiene toda la película.
Desde la mansión de Bruce Wayne hasta la de Lara Croft, de las fiestas bomboneras de Isabel Preysler a las juergas raperas del príncipe de Bel Air, la figura del mayordomo ha sido uno de los puntales en torno a los que se han desarrollado muchos personajes que forman parte de la cultura popular. La estupenda Lo que Queda del Día, dirigida en 1993 por el británico James Ivory, ya profundizó en la psicología de estos fieles escuderos en la sombra, relegados a un segundo plano marginal y poco agradecido, pero portadores del inmenso poder crítico que les otorga su manifiesta invisibilidad. Incluso hace un par de años, Hollywood ya le regaló su película homenaje al servicio doméstico, con denuncia al racismo incluida, en la bastante superior Criadas y Señoras; de ahí que El Mayordomo, con idéntica misión, pero un insoportable encorsetamiento académico, resulte tan innecesaria como cerca del insulto, descubriéndose como un telefilme servido frío, con un plato central que no está a la altura de la decoración de la mesa ni de los modales que se presuponen para disfrutarlo.
Lo primero que hay que tener claro a la hora de enfrentarse a El Mayordomo es que se trata de una película diseñada única y exclusivamente para arrasar en los Oscar. Amparándose en el rotulo previo que nos avisa de que estamos a punto asistir a la adaptación de una historia real, el realizador Lee Daniels se ha estudiado de cabo a rabo el manual de la Academia, con alguna mirada de reojo al despacho oval, hasta regurgitar una apuesta capaz de repeler a determinado tipo de espectador por lo descarado de sus intenciones. Ya lo intentó hace un par de años con Precious, presentando la historia de una adolescente negra condenada a la marginalidad por culpa de su obesidad, cierto retraso mental y las consecuencias de años de abusos sexuales, y ahora refuerza su misión manipuladora con todos los recursos que está dispuesto a ofrecerle un Hollywood que le ha recibido con los brazos abiertos, así como con la visión más oportuna, "yes we can" incluido, del patrio-marketing que caracteriza al país de las barras y estrellas.
Y es que lejos de la épica de otros intentos recientes como Lincoln o El Discurso del Rey, ni el personaje principal de El Mayordomo tiene una historia apasionante, ni sus acciones repercutieron en realidad en la lucha contra el racismo en la América de mediados de siglo como nos quiere dar a entender la campaña publicitaria de la película. El único mérito de Cecil Gaines, en realidad, no difiere demasiado del de cualquier otro afroamericano que tuvo que sufrir en sus carnes la dolorosísima transformación de nuestra sociedad en un hábitat cada vez más igualitario, y sólo pasa por codearse a diario con los sucesivos líderes del mundo libre, aunque fuera para prepararles un café o alcanzarles el papel higiénico, así como por servir como inmejorable carnaza para un telefilme hollywodiense por su truculenta vida familiar. Porque por si aún no os habíais dado cuenta, El Mayordomo no es el relato del sirviente que cambió la historia con su influjo sobre un gobernante concreto, sino otro dramón familiar marca de Lee Daniels.
Tampoco vamos a negar que en las peripecias del primogénito del protagonista (David Oyelowo), un joven muy implicado en la lucha callejera a favor de los derechos civiles, se encuentra el mayor esfuerzo de toda la película por dibujar un contexto potente, con la profundización suficiente en la brecha social como para dar cabida a filosofías tan dispares como la de Martin Luther King y la de Las Panteras Negras. Por desgracia, es de puertas para adentro en casa de los Gaines donde se encuentra el mayor lastre de toda la función, con más minutos de la cuenta para el alcoholismo intermitente de la matriarca (Oprah Winfrey) frente al pasotismo general del rol central. Incluso el personaje del benjamín de la familia, el hijo pequeño de Cecil, con varios momentos cómicos tan bienvenidos como inesperados, acaba maltratado en favor de la provocación de la lágrima fácil.
Siete fueron los presidentes para los que trabajó Gaines y os aseguro que los iréis contando durante las interminables dos horas y cuarto que dura el filme. Sus apariciones, más que para marcar la evolución en las formas de entender los derechos civiles a lo largo de la historia política de Estados Unidos, para lo que sirven es para relajar el tono del filme desmitificando a los ilustres. De ahí que la aparición de Liev Schreiber como Al Johnson se limite a ver la gestación de un truño presidencial, o la de James Marsden como Kennedy se centre más en los atípicos hábitos del malogrado presidente, consecuencia de la enfermedad de Addison que padecía, que en sus convicciones sobre la igualdad de sus ciudadanos. Se trata de una utilización casi anecdótica de unas figuras que se presuponen cruciales para el relato, que además nos impiden disfrutar de aparatosas caracterizaciones como las de Robin Williams (Eisenhower) o John Cusack (Nixon), que acaban convertidos en simples adornos con más tendencia a distraer que a aportar realmente algo.
Como no podía ser de otra forma, el trabajo del todoterreno Forest Whitaker es todo lo esforzado que se espera de un intérprete que va a por todas en la temporada de premios. Miradas al infinito, andares cada vez más torpes según el personaje se va haciendo mayor y todo tipo de amaneramientos forzados conforman su cansino aunque efectivo repertorio. Las ambiciones de Oprah Winfrey, coprotagonista de la función tras apoyar a Daniels con la distribución de Precious, no se quedan por debajo, no así la calidad de su trabajo, sobreactuado y estereotipado hasta el punto de que dan ganas de que gane realmente un dorado aunque sólo sea para que deje de intentarlo con tanta intensidad.
Más cerca de la factura telefilmera de títulos como Hombres de Honor o El Color Púrpura que de la contundencia crítica de referentes como Arde Misisipi y Malcom X, El Mayordomo llega autoproclamándose como la última denuncia racista de Hollywood disfrazada de una gran historia americana que no es tal. Por lo menos, frente a la redundancia de un mensaje mil veces lanzado al público nos encontramos con un reparto de auténtico lujo, respaldado además por una labor de maquillaje que, dejando a un lado a unos achocolatados Cuba Gooding Jr y Lenny Kravitz cuando sus personajes alcanzan la vejez, se convierte en esa pátina de cinematografía que necesita este dramón para resonar más allá de la parrilla de sobremesa dominguera. Porque me niego a aceptar que su principal virtud sea la de resucitar, aunque sólo sea por un par de minutos, a Ronald Reagan (Alan Rickman).