Revista Cine
Gojira regresa dispuesto a recuperar el trono de las monster movies
Nota: 7
Lo mejor: lo sobrehumano.
Lo peor: lo humano.
En el 60 aniversario del nacimiento de la criatura titánica por excelencia (con permiso de King Kong), Hollywood ha sentido la necesidad de demostrarnos a todos que aún puede hacer una película de monstruos en condiciones sin tener que escudarse en técnicas visuales tramposas, como sucedía en Monstruoso (Cloverfield), o en un tono independiente y poco lúcido, como pasaba en Monsters. Precisamente, la misión ha recaído en el autor de esta última, Gareth Edwards, que demuestra aquí unas aptitudes para coordinar grandes presupuestos impropias para los cineastas venidos de la escena outsider, confirmando que su cinta de 2012 sólo fue un vídeo-currículum más largo de lo normal, encargado de mostrarnos a todos lo buen creador de atmósferas que es el cineasta y escritor británico, que se prueba ahora nacido para regalarle a Godzilla el éxito que la comunidad cinematográfica no japonesa llevaba décadas esperando.
Todos conocemos a Godzilla, el dinosaurio más famoso del celuloide, bien sea por el cariz de culto de la saga original japonesa, iniciada en 1954, o por la película norteamericana de Roland Emmerich, estrenada hace ya 16 años en plena fiebre noventera por infantilizar cualquier marca de éxito, con lo que Legendary Pictures no lo tenía realmente tan difícil para concederle a la criatura el éxito internacional que merece una vez sus bases e ideas ya forman parte del imaginario colectivo. En ese punto, sólo necesitaban una historia coherente, un realizador con las ideas claras y pasta, mucha pasta (concretamente, los 160 millones que ha costado esta versión).
Al igual que hiciera Guillermo del Toro en su blockbuster Pacific Rim, Edwards es plenamente consciente de la herencia japonesa de la historia kaiju (monstruo gigante) por excelencia y no le tiembla el pulso a la hora de mostrarse condescendiente con el público nipón. Así, la cinta no sólo está centrada en los miembros de la familia que lideran los ingenieros encarnados por Bryan Cranston y Juliette Binoche, sino que también cuenta con un coprotagonista autóctono como es el siempre digno Ken Watanabe (El Último Samurái, Origen) y además desarrolla gran parte de su acción en el mismo Japón, con los consiguientes homenajes a la cinta original que la cinta de Emmerich pasó por alto (desde planos concretos hasta escenas como la del tren).
Tampoco vamos a negar que la sensación es ligeramente tramposa, fraguada por una ambientación temática calculada hasta el milímetro. Así, unos títulos de crédito especialmente trabajados llenan la pantalla de homenajes y referencias a la historia nuclear de la humanidad, planteando un contexto en el que todos los hechos concretos, como las pruebas en las islas Bikini, Nevada e incluso la alarma nuclear que provocó el estallido de la central nuclear de Fukushima, en 2011, tienen algún tipo de relación directa o indirecta con el clima antinuclear y consparanoico que vemos en la película.
Con lo que más que suponer una innovación narrativa para el género fantástico con bicho de por medio, esta Godzilla se sirve de ideas ya planteadas en títulos como Alien y Jurassic Park para enriquecer la propia historia del monstruo con resultados sorprendentemente funcionales. De hecho, el propio Edwards ha buscado deliberadamente la comparación con la obra jurásica de Spielberg, no sólo a la hora de calzarle un sombrero de paja a Ken Watanabe durante un prólogo ambientado en una excavación, sino también en aspectos técnicos tan concretos como una edición de sonido especialmente cuidada o unos efectos especiales que tienen toda la pinta de sobrevivir estupendamente a través del tiempo. El problema es que Jurassic Park no sólo está llena de dinosauros hiperrealistas y una ambientación tan propia como convincente, sino también grandes personajes; y Godzilla (2014) sólo tiene uno, el que da título al filme precisamente.
Porque el Bryan Cranston cinematográfico es un valor tan seguro como los Jeremy Irons, John Malkovich o Robert DeNiro de hoy en día, es decir, ninguno. Y es que después de firmar para títulos como John Carter, Desafío Total (2012) o Rock of Ages, nos ha quedado bastante claro que lo único comparable a la calidad de su trabajo en Breaking Bad -y en Malcom, por qué no- es el talante mercenario del intérprete, empeñado en cobrar a sus 58 años todos los cheques que la industria del cine le había negado hasta ahora, en papeles extremadamente reducidos además. El protagonista fáctico de esta historia es en realidad el hijo de su personaje, interpretado con corrección pero sin excesivo entusiasmo por esa estrella en alza que es Aaron Taylor Johnson (Kick Ass, Los Vengadores: La Era de Ultrón) en la piel de soldadito bienintencionado de turno con esposa enfermera -una desaprovechadísima Elizabeth Olsen- y un querubín esperándole en casa.
Y luego está Godzilla. A pesar de que la criatura no se muestra en todo su apogeo hasta la mitad del filme, dejando como resultado un primer tercio algo descafeinado, una vez aparece dan ganas de que no se marche nunca. No sólo su recreación es tremendamente potente en términos de diseño, muy cercano al del monstruo original de los años 50 pero capaz de sacar partido a la técnica actual, sino que toda la mitología de la que os hablaba anteriormente cristaliza a la perfección en su figura, imponente, carismática e incluso tierna. Y es que en esta ocasión, el coloso no es presentado como el gargantúa que amenaza la paz mundial por sus ganas de pasear entre ciudades, sino que se convierte en una fuerza de la naturaleza en sentido estricto, nacida para restaurar el equilibrio y ayudar a la humanidad cuando ésta se encuentra en peligro por su propia irresponsabilidad en el uso de la fuerza nuclear; algo así como un superhéroe de 100 metros que ha regresado por la puerta grande para hacerse un hueco a coletazos en un panorama dominado por hombres araña con crisis de identidad, murciélagos atormentados y vengadores de pachanga.
Nota: 7
Lo mejor: lo sobrehumano.
Lo peor: lo humano.
En el 60 aniversario del nacimiento de la criatura titánica por excelencia (con permiso de King Kong), Hollywood ha sentido la necesidad de demostrarnos a todos que aún puede hacer una película de monstruos en condiciones sin tener que escudarse en técnicas visuales tramposas, como sucedía en Monstruoso (Cloverfield), o en un tono independiente y poco lúcido, como pasaba en Monsters. Precisamente, la misión ha recaído en el autor de esta última, Gareth Edwards, que demuestra aquí unas aptitudes para coordinar grandes presupuestos impropias para los cineastas venidos de la escena outsider, confirmando que su cinta de 2012 sólo fue un vídeo-currículum más largo de lo normal, encargado de mostrarnos a todos lo buen creador de atmósferas que es el cineasta y escritor británico, que se prueba ahora nacido para regalarle a Godzilla el éxito que la comunidad cinematográfica no japonesa llevaba décadas esperando.
Todos conocemos a Godzilla, el dinosaurio más famoso del celuloide, bien sea por el cariz de culto de la saga original japonesa, iniciada en 1954, o por la película norteamericana de Roland Emmerich, estrenada hace ya 16 años en plena fiebre noventera por infantilizar cualquier marca de éxito, con lo que Legendary Pictures no lo tenía realmente tan difícil para concederle a la criatura el éxito internacional que merece una vez sus bases e ideas ya forman parte del imaginario colectivo. En ese punto, sólo necesitaban una historia coherente, un realizador con las ideas claras y pasta, mucha pasta (concretamente, los 160 millones que ha costado esta versión).
Al igual que hiciera Guillermo del Toro en su blockbuster Pacific Rim, Edwards es plenamente consciente de la herencia japonesa de la historia kaiju (monstruo gigante) por excelencia y no le tiembla el pulso a la hora de mostrarse condescendiente con el público nipón. Así, la cinta no sólo está centrada en los miembros de la familia que lideran los ingenieros encarnados por Bryan Cranston y Juliette Binoche, sino que también cuenta con un coprotagonista autóctono como es el siempre digno Ken Watanabe (El Último Samurái, Origen) y además desarrolla gran parte de su acción en el mismo Japón, con los consiguientes homenajes a la cinta original que la cinta de Emmerich pasó por alto (desde planos concretos hasta escenas como la del tren).
Tampoco vamos a negar que la sensación es ligeramente tramposa, fraguada por una ambientación temática calculada hasta el milímetro. Así, unos títulos de crédito especialmente trabajados llenan la pantalla de homenajes y referencias a la historia nuclear de la humanidad, planteando un contexto en el que todos los hechos concretos, como las pruebas en las islas Bikini, Nevada e incluso la alarma nuclear que provocó el estallido de la central nuclear de Fukushima, en 2011, tienen algún tipo de relación directa o indirecta con el clima antinuclear y consparanoico que vemos en la película.
Con lo que más que suponer una innovación narrativa para el género fantástico con bicho de por medio, esta Godzilla se sirve de ideas ya planteadas en títulos como Alien y Jurassic Park para enriquecer la propia historia del monstruo con resultados sorprendentemente funcionales. De hecho, el propio Edwards ha buscado deliberadamente la comparación con la obra jurásica de Spielberg, no sólo a la hora de calzarle un sombrero de paja a Ken Watanabe durante un prólogo ambientado en una excavación, sino también en aspectos técnicos tan concretos como una edición de sonido especialmente cuidada o unos efectos especiales que tienen toda la pinta de sobrevivir estupendamente a través del tiempo. El problema es que Jurassic Park no sólo está llena de dinosauros hiperrealistas y una ambientación tan propia como convincente, sino también grandes personajes; y Godzilla (2014) sólo tiene uno, el que da título al filme precisamente.
Porque el Bryan Cranston cinematográfico es un valor tan seguro como los Jeremy Irons, John Malkovich o Robert DeNiro de hoy en día, es decir, ninguno. Y es que después de firmar para títulos como John Carter, Desafío Total (2012) o Rock of Ages, nos ha quedado bastante claro que lo único comparable a la calidad de su trabajo en Breaking Bad -y en Malcom, por qué no- es el talante mercenario del intérprete, empeñado en cobrar a sus 58 años todos los cheques que la industria del cine le había negado hasta ahora, en papeles extremadamente reducidos además. El protagonista fáctico de esta historia es en realidad el hijo de su personaje, interpretado con corrección pero sin excesivo entusiasmo por esa estrella en alza que es Aaron Taylor Johnson (Kick Ass, Los Vengadores: La Era de Ultrón) en la piel de soldadito bienintencionado de turno con esposa enfermera -una desaprovechadísima Elizabeth Olsen- y un querubín esperándole en casa.
Y luego está Godzilla. A pesar de que la criatura no se muestra en todo su apogeo hasta la mitad del filme, dejando como resultado un primer tercio algo descafeinado, una vez aparece dan ganas de que no se marche nunca. No sólo su recreación es tremendamente potente en términos de diseño, muy cercano al del monstruo original de los años 50 pero capaz de sacar partido a la técnica actual, sino que toda la mitología de la que os hablaba anteriormente cristaliza a la perfección en su figura, imponente, carismática e incluso tierna. Y es que en esta ocasión, el coloso no es presentado como el gargantúa que amenaza la paz mundial por sus ganas de pasear entre ciudades, sino que se convierte en una fuerza de la naturaleza en sentido estricto, nacida para restaurar el equilibrio y ayudar a la humanidad cuando ésta se encuentra en peligro por su propia irresponsabilidad en el uso de la fuerza nuclear; algo así como un superhéroe de 100 metros que ha regresado por la puerta grande para hacerse un hueco a coletazos en un panorama dominado por hombres araña con crisis de identidad, murciélagos atormentados y vengadores de pachanga.