Incluso cuando esta parada, la peonza sigue girando en otra dimensión
Nota: 7Lo mejor: que es una pionera en su campo argumental. Y Matthew McConaughey.Lo peor: ciertas inconsistencias incompatibles con el tono de clase magistral que impone Nolan.
*Podéis leer la reseña de mi compañera Patricia aquí.En este campo de estrellas, cercanas, distantes y uniformes pero siempre brillantes, el no menos luminoso Matthew McConaughey filosofa ante lo desconocido sobre conceptos tan elevados como la existencia y su percepción, como si su personaje en True Detective se viera rodeado de pronto por la alucinación más brutal mientras se pregunta -sin un cigarro en la mano, que es una peli PG-13- si existe algún ser más profundo en todo el espacio exterior, una criatura que atraviese por un dilema aún más complejo que el que sufre en sus carnes, capaz no sólo de ofrecerle respuestas, sino de dar sentido a lo que hasta ese momento no necesitaba explicación porque era inconcebible. La solución, por supuesto, solo la tiene Christopher Nolan, el demiurgo de esta mastodóntica ópera interestelar tan pagada de sí misma como llena del asombro ante el espacio inexplorado, estrellas del firmamento hollywodiense con nombre propio y agujeros negros en su guión, pero merecedora por derecho propio de elevar el subgénero de la ópera espacial hacia otra dimensión: la interestelar.
Con Christopher Nolan, como sucede con todo aquel artista que toca el techo del éxito relativamente rápido, existe una diversidad de opiniones casi bipartidista, practicamente sectaria en el lado de sus defensores y con cierto tufo antisistema en el de sus detractores, a la que Interstellar definitivamente no llega como la primera piedra recién pulida de ese tan necesario término medio que se tiene que dar en la filmografía de todo director encumbrado. Después de Origen, Interstellar puede no ser la primera película de su filmografía que, construida con todos los medios posibles para llevar a cabo una visión grandilocuente, nos muestre al Nolan más auténtico, capaz de huir del encasillamiento para fabricarse sus propias etiquetas. Pero no os equivoquéis, ya que este sueño húmedo de Stephen Hawking tampoco sumaría puntos con un cambio tan simple como la firma bajo el rótulo del director. Porque, con todo y precisamente por ello, Interstellar también es la película más personal de Christopher Nolan.
Es una pena que nos quedemos con las ganas de conocer más sobre el futuro cercano que propone su argumento, en el que el orden social se ha restablecido en torno a la producción de alimento debido a una grave crisis climática. Consciente de ello, del poco espacio que hay en su obra para la Tierra, el cineasta, junto a su hermano y coguionista Jonathan Nolan, nos pone ejemplos tan brutales de la deformación de la mentalidad norteamericana como para que en sus propias escuelas renieguen de la carrera espacial del siglo XX, tergiversando la historia para educar a nuevas generaciones con una visión limitada a un sólo planeta, el nuestro, más necesitado de granjeros y obreros que de científicos o ingenieros. Un argumento que llega como un sopapo cargado de efectismo, sin dejar de ser valiente y poseyendo un gran significado. Como toda Interstellar.
Como decimos, y como es de justicia con toda obra precursora, la cinta gana una barbaridad en términos generales, a la hora de plantear las consecuencias de un viaje intergaláctico a la búsqueda de respuestas. Por eso duele que pierda la maestría en los pequeños detalles de un discurso pretendidamente especializado. Se trata de una serie de decisiones argumentales más artificiosas de lo deseado, como la inmediata aceptación del protagonista Connor por parte del equipo del Doctor Brand (Michael Caine), un científico de la NASA que no duda ni dos segundos en poner el proyecto más importante que jamás ha emprendido la humanidad en manos de un ex piloto reconvertido a granjero que, casi por azar del destino (realmente no, pero ya llegaremos a eso), pasaba por allí.
Llega un momento, bastante pronto en la cinta además, en el que los sucesos extraños en los que se detiene el realizador, acontecidos en la Tierra y que torturan a la siempre espléndida Jessica Chastain, se van desvelando como engaños o cortinas de humo, como simples artificios para conectar las diferentes dimensiones de la historia con un agujero de gusano argumental regido por las leyes de Nolan y su obsesión con el tiempo. El cineasta que se diera a conocer con la historia de ese viajero temporal involuntario al que encarnaba Guy Pearce en Memento, quien en Insomnia también obligaba al personaje de Al Pacino a perder la noción del mismo, por no hablar de esa deformación definitiva entre las diferentes capas del pensamiento que establecía en Origen, se atreve ahora con el más grande todavía: a tomar la posición de maestro del tiempo y el espacio, entre los que camina a sus anchas sin pensar en las consecuencias.
Aquí no toca hablar de la repercursión que tendría para un planeta el orbitar en torno a un agujero negro o de la cantidad y tipo de combustible que necesitaría la nave Endurance para realizar el viaje que propone Nolan. Además, Interstellar tampoco nos llega patrocinada por National Geograpic o Discovery aunque sí cuente con el asesoramiento del físico teórico de Caltech Kip Thorne, que ya colaboró en la novela de Carl Sagn que dio paso a la cinta más parecida en espíritu a ésta, Contact (también con Matthew McConaughey). Como superproducción hollywodiense de 165 millones de dólares, este viaje intergaláctico es tan sólido en sus bases científicas de cara al espectador medio tanto como lo fue en su día la tan discutida como indiscutible 2001: Una Odisea Espacial o Gravity el año pasado, y no es ahí donde hay que encontrar sus fallos. Sencillamente, no podemos reprocharle a la ciencia ficción que deforme un poco la teoría en su puesta en práctica para los sentidos. Sobre todo cuando lo hace de una forma tan preciosista, sin que el trabajo de Nolan se vea perjudicado por la ausencia de su director de fotografía habitual, Wally Pfister, ocupado con el rodaje de Transcendence y sustituido aquí por Hoyte Van Hoytema.
En un género tan dado a las modas y a la repetición, el solo atrevimiento por estandarizar una visión que pocos -y nunca con el altavoz de proyección del que dispone el londinense- se habían atrevido a poner en práctica ya es todo un hito. Ahí reside en realidad ese espíritu pionero y de constante avance que transmite el ya imparable McConaughey con su personaje, una especie de embajador del talante progresista que caracteriza a nuestra raza, así como el motivo por el que Interstellar pasará inevitablemente a la historia por mucho que, de la misma forma que comienza a suceder con la obra maestra de Orwell 1984, llegue un punto en el que la realidad no sea obstáculo para reconocer el mérito del vaticinio realizado en la obra, acertado y erróneo a la vez, pero siempre apasionante y capaz de satisfacer a la mente más curiosa.
Para el fan acérrimo del cineasta del que os hablaba al comienzo de la reseña, la sensación que dejará Interstellar no será muy diferente de aquel conforme y satisfecho "Podría ser peor" que exclama un alucinado Homer Simpson cuando, tras visitar incontables dimensiones gracias a su tostadora del tiempo, por fin regresa a su hogar y descubre que su familia posee lengua de reptil. Por desgracia, el incansable buscador de luz en el oscuro mundo de lo inexistente, aquel que acude a la sala de cine -a poder ser IMAX- en la que proyectan Interstellar dispuesto a encontrar ese resquicio, jamás podrá perdonarle a su realizador el haber permitido que tanta valentía y arrojo acaben lastrados por un exceso de confianza, por la creencia de que los caminos prefijados y artificiosos funcionan en pos de un mensaje, por mucho que éste merezca la pena. Porque no hay lugar para la fe en la ciencia del cine. Tampoco en el de Christopher Nolan.