El telefilm más grande jamás contado
Nota: 7´5
Lo Mejor: una fotografía espectacular y Tom Holland.
Lo Peor: un excesivo sentimentalismo que no la aleja de los productos convencionales de una true story para televisión.
Agua.
Una pantalla anegada de una mezcolanza de barro, escombros, muebles, cuerpos y
coches que son arrastrados por una corriente marina emergida de la nada.
Se siente dolor, angustia, confusión, se siente casi desfallecer. El
ángel de la muerte capitanea una batalla contra la ira de la naturaleza
casi perdida y cuando parece que la rendición ha llegado, que es mejor
dejarse llevar, una luz tenue de aliento surge del alma mecida en el
recuerdo del amor. Y entonces, el ser casi perecido eleva la mano al cielo y se alza
triunfante a cámara lenta sobre la superficie anaranjada venciendo a
la marea negra que quería ahogarle el espíritu. Respira, y con él,
respira también la esperanza. Es probable que ésta sea una de las
escenas más impactantes y conmovedoras de Lo Imposible, que se corona como la mejor película de "post-desastres" de los últimos tiempos.
Y digo de "post-desastres" por la
acertadísima decisión de su director, Juan Antonio Bayona, de no haber construído una obra centrada en la "gran ola",
recurso facilón al que podrían haber despuntado otros directores más
dados al blockbuster, ya sean un Michael Bay o un James Cameron
puestos hasta las cejas de CGI. El realizador barcelonés, quien ya obtuvo cierto reconocimiento a nivel internacional con El Orfanato, opta por dejar de lado el
artificio más rococó para volcar la atención en una trama que superpone
el drama humano y el sufrimiento que viven los personajes principales,
olvidando todo lo que existe más allá de los cinco protagonistas, y con
todo también significa la crudeza que deja tras de sí el desastre,
originando una realidad mucho más grave de la que aquí se relata.
El patrio se limita a contarnos una historia basada en el
verdadero calvario que sufrió una familia española víctima del tsunami
que asoló la costa tailandesa en el 2008. Un matrimonio (Ewan McGregor y Naomi Watts) unido de clase acomodada con tres retoños (Tom Holland, Oaklee Pendergast y Samuel Joslin) cuya fortaleza se pondrá a prueba hasta límites insospechados en una lucha externa e interna por la supervivencia y por no perder una fe que, aunque debilitada, se perfila como una línea de apoyo que les obliga a no detenerse nunca en su propósito, reencontrarse, vivos o muertos.
Si bien, como se ha mentado, Bayona
huye de las grandes artimañas de las megaproducciones que juegan a la
magnificencia del 3D y el ordenador, no abandona el mimo por la estética
visual modelando una obra sobrecogedora gracias a la lírica de las
imágenes. Un canto poético desesperante, intenso, cuya autoría
corresponde a Óscar Faura, acostumbrado a trabajar como asistente de director de fotografía en reconocidas películas internacionales como Ágora o El Maquinista.
El talento del profesional, desde luego, se percibe desde la primera
secuencia con un tsunami recién nacido de la nada que no quiere lucirse más que el momento
familiar y ocioso mismo en el que se encuentran los protagonistas, más
que el pánico de éstos ante la incomprensión pero consciencia de que algo enorme se les viene encima. Lodo, huesos, escombros y, siempre, como metáfora de un bello porvenir, un cielo naranja.
El otro gran pilar sustentador del film son los intérpretes, especialmente el tándem madre-hijo mayor formado por una brillante Naomi Watts que esta vez es algo ensombrecida por la verdadera estrella del metraje, Tom Holland, quien, literalmente, se come a todo el que le acompañe en pantalla. Este chaval de 16 años, que ha encarnado a Billy Elliot
en su versión musical, se convierte con este debut en el largometraje
en toda una promesa del cine futuro. De hecho, al chico ya le veremos
próximamente compartiendo escenario con Saoirse Ronan en How I Live Now, de Kevin McDonald (El Último Rey de Escocia).
El joven al que da vida Holland ha de transformarse en cuestión de
minutos en un hombre, un niño que ha de representar el papel de héroe
único capaz de salvar a su progenitora, un niño que se encuentra cara a
cara con un miedo real que no tiene apariencia de hombre del saco o
chupacabras, sino que tiene el rostro de la misma muerte, una muerte que puede olfatear son sólo ladear la cabeza.
Por supuesto, Ewan McGregor y los otros dos pequeños, Oaklee Pendergast y Samuel Joslin,
completan el trabajo de sus compañeros con unas actuaciones excelentes y
conmovedoras, pero menos lucidas porque aunque ocupan una parte
importante de la película, no llegan a ser tan relevantes como los
minutos que pasamos junto a su esposa y el primogénito.
Por
tanto, el film aprovecha el aspecto más emocional de la trama y sus
posibilidades técnicas, que ofrecen un estremecedor paisaje entre trágico y hermoso,
para colmar el corazón del espectador de una hondonada de sentimientos
casi asfixiantes en los que sufre, se aterroriza, ríe, llora y hace suyo
el amor de la familia. Se trata del tsunami que inunda el alma de la
audiencia, pero este enorme flujo también juega en contra de la obra en
cuanto se perfila como un telefilm del todo sentimentaloide que en
ocasiones ahoga, no ya sólo porque se perciba una reticencia a mostrar
más muerte y miseria humana en el entorno, que seguro la hubo, sino
también por la prolongación de momentos que empalagan un pastel
ya de por sí dulzón, transmitiendo una visión demasiado edulcorada de las horripilantes circunstancias.
"Hacer posible lo imposible", repiten una y otra vez los medios utilizando a Lo Imposible como símbolo del potencial del cine español. Yo digo que puede ser un ejemplo, pero no más grande y representativo que No Habrá Paz para los Malvados, donde Enrique Urbizu
ya dejó claro hasta dónde se podía llegar y; sin embargo, la
repercusión fue mucho menor, porque en última instancia lo que al final
cuenta no es únicamente que tengas una idea cojonuda, sino que poseas a un Ewan McGregor, una Naomi Watts y una financiación cuya mitad son dólares, para imponerte como un taquillazo mundial. La película es buena y pocos afirmarán lo contrario, pero, amigos, sólo se trata del telefilm perfecto.