Coixet saca al Chicho Ibáñez Serrador que siempre ha llevado dentro
Nota: 3,5
Lo mejor: Sophie Turner y los créditos finales.
Lo peor: la historia es una premisa extendida.
Isabel Coixet pega un giro de 180 grados en su carrera, tras dos décadas dedicada a hacernos llorar con tragedias más o menos románticas y virtuosas, con Mi Otro Yo, un título que bien podría pasar por la versión adolescente y más sobrenatural de Cisne Negro y que supone también el último sitio en el que esperábamos encontrarnos a la realizadora catalana que tocó el cielo en su día con Mi Vida Sin Mí. La propia Coixet ejerce también de guionista del proyecto al adaptar la novela de Cathy MacPhail, no sabemos si en calidad de mercenaria multiusos o como respuesta a una recién descubierta vocación por el susto, pero la cuestión es que el resultado dista mucho de parecerse a una escapada exótica en su carrera y más a un desperdicio descomunal de talento a ambos lados de la cámara.
La propuesta de Mi Otro Yo, muy en la línea de estrenos recientes como Enemy (Denis Villeneuve, 2013) o The Double (Richard Ayoade, 2013), nos presenta a una adolescente que, además de lidiar con un padre enfermo y una madre adúltera, comienza a sentirse acosada por una presencia muy parecida a ella misma. Una vez sentada la premisa, con momentos de tensión en callejones, pasillos, baños en penumbra y una puesta en escena general más parecida a un episodio de Historias Para No Dormir de lo que nos gustaría, Coixet comienza a centrarse en el retrato descorazonador de la situación familiar de la joven, con la intención de plantear el estrés psicológico o incluso la doble personalidad como posibles respuestas para los sucesos paranormales.
Un homenaje a Macbeth en forma de obra teatral de instituto es el símil escogido para convertir a Fay en una particular reina acosada por las visiones. Y funciona, pero no lo suficiente como para llenar hora y media de intriga. El problema es que la cineasta no está interesada en explorar cualquier visión del relato que no sea la personal, dejando fuera a psicólogos, sacerdotes, entendidos y, en general, cualquier tipo de procedimiento capaz de equilibrar la balanza del misterio. En su lugar, la trama apuesta por extender aún más los lazos entre personajes que ni siquiera se conocían entre sí, con el profesor de teatro al que encarna Jonathan Rhys Meyers como principal víctima, mientras aparca a la joven Fay en su vorágine de sustos y situaciones repetitivas.
Sophie Turner, cuya melena pelirroja es ya famosa de forma inversamente proporcional a la longitud de su currículum, es la que mejor parada sale al mostrarse más que capaz de sujetar sobre sus hombros una premisa que pivota constantemente sobre la misma idea, con la consiguiente obligación de mantener una eterna cara de desconcierto y susto sin caer en la repetición o el automatismo. No tanto unos sobreactuados Rhys Ifans y Claire Forlani (operadísima, por cierto), que se reparten las tareas secundarias junto a intérpretes tan necesarias y desaprovechadas como Geraldine Chaplin y Leonor Watling.
Isabel Coixet ha desconcertado a propios y a extraños al marcarse un vehículo de lucimiento idóneo para que una de las actrices jóvenes del momento aproveche el último descanso en el rodaje de la serie que le ha dado la fama, entre la tercera y cuarta temporada de Juego de Tronos, cuando contaba con 17 años. Porque Kit Harington y Peter Dinklage han apuntado hacia la superproducción en Pompeya y X-Men: Días del Futuro Pasado respectivamente, mientras que su compañera ha realizado un movimiento igual de inteligente hacía un género que siempre ha sido propicio para curtir a cualquier aspirante a estrella. Todo eso lo entendemos y, si además se traduce en una misión cumplida, también lo valoramos; lo que nos desconcierta es la presencia de la que fuera una de nuestra cineastas más ilustres como la indiferente niñera de Sansa Stark.