Porque no todo el cine iraní lo ha hecho Kiarostami
Nota: 7’5
Lo mejor: casi todo.
Lo peor: parte de la trama se sustenta en un giro final que puede ser adivinado antes de tiempo por algún espectador avezado.
Para quien no lo sepa, el código civil iraní en la actualidad está inspirado en la sharia o ley islámica, y en lo que respecta a la disolución del matrimonio, dice así: “El hombre puede divorciarse de su mujer siempre que lo desee”. Y algunos os preguntaréis: ¿Y qué pasa con los derechos de su compañera? En el 2002 el Parlamento iraní aprueba una reforma de dicha ley en la que se contemplan tres posibles casos – adicción, malos tratos y deficiencia – que podrían facilitar a la mujer el conseguir el divorcio en un tribunal. El director comienza su filme usando un recurso poco común: dos de sus protagonistas, Simin y Nader miran y hablan directamente a cámara donde se supone debería estar el juez interlocutor de quien sólo podemos escuchar su voz. Una voz inquisitiva cuestiona sin cesar y pregunta a Simin sus motivos para pedir el divorcio sin entender por qué lo solicita si su marido no se droga, no le pega ni es deficiente. Con esta maniobra de percepción, Asghar Farhadi coloca al espectador literalmente en la posición de juez equiparando el veredicto que va a determinar sin quererlo el resto del metraje.
Nader (Peyman Moaadi) y Simin (Leila Hatami) forman un matrimonio afincado en Teherán que tiene planeado mudarse al extranjero para proporcionarle a su hija Termeh (Sarina Farhadi, que en la vida real es la hija del director) una vida mejor. Al enterarse de que su padre sufre alzheimer, Nader se niega a abandonar el país y surge el conflicto del divorcio; que a su vez sirve de marco para albergar una historia más compleja y dar pie a otros acontecimientos. Como ya hemos visto, Simin no consigue que le concedan el divorcio por lo que se muda a casa de sus padres dejando solo a Nader a cargo de una preadolescente y un padre enfermo. Por ello, se ve obligado a contratar una mujer que cuide al anciano. Es a partir de este momento cuando la historia, que parecía incidir en la estructura típica del drama social, cambia completamente de cariz y torna en un drama de tintes judiciales realizado con un pulso admirable y un estilo muy personal que mantiene la tensión hasta el último minuto.
Al igual que ocurre en A propósito de Elly (2009), Farhadi dispone a sus personajes en situaciones cotidianas que van complicándose poco a poco de una manera perfectamente natural y humana hasta llegar a un punto de extrañamiento que desemboca en atmósferas asfixiantes y opresivas a las que el espectador casi ni es consciente de haber llegado. Y es a través de ese contexto que el director aprovecha para ejecutar una radiografía de la sociedad iraní en la que conviven y a menudo chocan los sectores liberales con los más conservadores. Es así como nos muestra un tema recurrente en su filmografía: el peso actual de la religión, de las creencias en un país como Irán, aparentemente de los menos sometidos al yugo tradicionalista del mundo árabe.
Se puede percibir hasta qué punto son capaces los personajes de Farhadi de transigir con sus creencias religiosas; por ejemplo, Razieh (Sareh Bayat) quien a pesar de la historia que ha urdido, no puede mantenerla posteriormente por temor a traicionar sus convicciones religiosas. Incluso su marido (Shahab Housseini), quien se había guiado firmemente hasta entonces por las directrices que marca el Corán, y dispuesto a vengar el honor de su familia, es capaz de faltar a su fe con tal de prosperar económicamente. Tampoco se salva la familia de Nader y Simin, dispuesta a mentir para ganar un juicio a pesar de la educación de la que siempre habían presumido. El director cuenta un relato complejo en el que no hay buenos ni malos, sino personajes, todos ellos sin excepción, capaces de renunciar a los principios por los que se guían con tal de sobrevivir. En lo que respecta a las interpretaciones, es obligado señalar lo destacables que son por parte de todo el elenco y apuntar que a menudo Farhadi recurre a los mismos artistas para sus películas, por lo que ya partes con una sensación de familiaridad al ver otras suyas.
En la misma semana del estreno de Nader y Simin, una separación nos llega la noticia de que Marzie Vafamehr, una actriz iraní ha sido condenada a noventa latigazos y un año de prisión por protagonizar una película (Mi Teherán a subasta) contraria al régimen político del país. Hay que señalar que es Irán un país de grandes contrastes, entre otros motivos porque la cinta que nos ocupa en esta crítica no es precisamente demasiado favorable con el colectivo más conservador del país, corriente por la que aboga el actual gobierno iraní. Aunque por todos es sabido que a pesar de que es difícil burlar la censura, no siempre los siervos de la administración se salen con la suya, regalándonos al resto de espectadores joyas como esta historia. Premiada este año en el festival de cine de Berlín con el Oso de oro a la Mejor película, y los Osos de Plata al Mejor actor y Mejor Actriz, la última cinta del director iraní Asghar Farhadi llega a las taquillas españolas con fuerza convirtiendo al susodicho en un autor más a tener en cuenta ya que con su trabajo se desmarca del habitual drama rural al que nos tienen acostumbrados otros directores de renombre como Abbas Kiarostami o Bahman Ghobadi en el panorama cinematográfico iraní.