El Rambo espacial regresa del exilio sin saber muy bien para qué
Nota: 5,5
Lo mejor: el primer acto, cuando Riddick es el único personaje.
Lo peor: sorprendentemente, Jordi Mollá no.
La saga protagonizada por el último furiano, con videojuegos, novelas, cortometrajes e incluso cintas animadas en un recorrido que no le hace ascos a ninguna plataforma, es uno de los mejores ejemplos recientes de supervivencia también en la gran pantalla. Y es que esta Riddick, que llega nueve años después de que la última aparición por las salas del personaje se saldara con cerca de 50 millones de dólares en pérdidas, se parece bastante más a la continuación que debería haber seguido a Pitch Black que a ese desmadre llamado Las Crónicas de Riddick. Por desgracia, en su afán por redimirse, el realizador David Thowny y el propio Diesel, ahora productor del invento, se han perdido en el camino de regreso a las raíces y se han quedado en tierra de nadie, ofreciendo una tercera entrega que no sabe si es una secuela, un reinicio o un homenaje, y donde sólo quedan destellos del carisma y mala baba con las que se presentó esta mala bestia untada en aceite y con complejo de Rambo hace ya 13 años.
Una vez superado el flashback inicial que sirve para quitarse de en medio la trama y repercusiones de la segunda cinta, con cameo-pegote de Karl Urban incluido, empieza la historia. Traicionado, herido y abandonado en un desconocido planeta hostil, nuestro protagonista se pasa todo el primer acto de la película recuperando literalmente su esencia, aletargada por una vida acomodada como monarca de los necróferos en lo que es una metáfora involuntaria del descontrol presupuestario y excesos generales que lastraron a Las Crónicas. Es durante ese primer tercio cuando realmente podemos disfrutar del personaje en todo su esplendor, con largas escenas sin diálogos y la meritoria recreación amarillenta del inhóspito planeta que confecciona el director de fotografía como decorado de lujo, impropio de una superproducción que, con 38 millones de dólares de presupuesto, no es tal.
El problema llega cuando un ya recuperado Riddick, tras horas mirando al infinito, gruñendo sobre sus heridas e intercambiando cucamonas con un perrete que encuentra por ahí, se queda sin palos que afilar ni depredadores a los que dar caza y necesita que lleguen unos mercenarios de pacotilla para empezar a entrar en calor mientras, de paso, le 'prestan' una nave para huir del planeta. Durante ese segundo acto, centrado en la presentación de los nuevos personajes, el interés aguanta un rato, principalmente, gracias al regusto a serie B ochentera que destilan todos y cada uno de ellos, muy en la línea de otra secuela cifi tardía como es la superior Depredadores (Predators), pero la cosa empieza a venirse abajo cuando comienzan a interactuar con el protagonista.
Los cazarrecompensas se dividen en dos grupos con estilos y apariencias diferenciadas, desde los bandoleros espaciales tipo Serenity a unos más refinados en la estela Mass Effect, y son once en total, aunque sólo cuatro tracienden a la figura del espantajo y merecen nuestra atención. El más destacado de todos ellos tiene el rostro de Jordí Mollá, segundo en el orden de aparición de los créditos en pantalla tras el de Diesel. Sin duda, el rol del denteroso y sanguinario Santana, el de la némesis central del filme, es la mayor oportunidad internacional de la que ha gozado el actor catalán hasta el momento. Y es toda una alegría comprobar cómo, sin salirse demasiado de su registro histriónico, evita que el rol termine por convertirse en una especie de narco espacial de dibujos animados en la estela de los vistos en Blow, Colombiana o Dos Policías Rebeldes 2.
Por su parte, la futura estrella de Guardians of the Galaxy, Dave Batista, aguanta con aplomo a un personaje que no le exije más esfuerzo que cualquiera de los combates en la WWE a los que está acostumbrado, aunque es una pena que en su indecisión por decantarse por un bando termine siendo uno de los peor tratados por el guión. Los otros dos corresponden a la cada día mejor cincelada Katee Sackhoff, ofreciendo a su esperada Starbuck 2.0 heredada de Battlestar Galactica; y a Matt Nable (Asesinos de Élite), que es el encargado de aportar algo de continuidad argumental con la primera película de la saga gracias a un personaje tan soso como esquivo y misterioso.
Se supone que la gracia de Riddick está en ver cómo su protagonista, al más puro estilo slasher, va acabando con todos y cada uno de los secundarios de muchas y variadas formas. El problema es que en medio sobran varias escenas que, además de chupar de interiores más de la cuenta, terminan por decantar la balanza hacia el aburrimiento por la falta de un diálogo fluido entre los personajes. Como guionista Twohy únicamente parece tener interés en desarrollar al rol que da título a la película, así como en que cada una de sus apariciones cuente con la luz o el encuadre correctos, mientras por el camino se olvida de cuidar de la misma forma el resto de aspectos de la función. Y luego está el clímax-guiño a Pitch Black, donde el despropósito se va sucediendo ante la pasividad del espectador, al que ya le ha quedado claro lo duro que es Riddick y sólo espera que a la próxima consiga que le luzcan más los cuchillos