Azotes que no dejan marca
Nota: 4,5
Lo mejor: su cuarteto protagonista, incluso Keira Knightley border limit.
Lo peor: el montaje está hecho con un machete (calla, que se dice "elípsis temporal").
Sí, una de las películas más esperadas del año se ha convertido en una decepción en toda regla. Y es que no se podía esperar nada malo de la unión de un director de culto con renovadas ganas de evolucionar y un reparto elegido con su justo equilibrio entre talento y estrellato. Pero cuando lo que tenemos entre manos es un guión que en poco más de hora y media intenta contarnos la creación de una ciencia nada sencilla como el psicoanálisis mientras aplica la técnica a tres personajes históricos tan apasionantes como Freud, Jung y Spielrin, simplemente, no hay tiempo suficiente para elaborar unos retratos tan complejos. Faltan escenas. Faltan motivaciones. Y lo peor de todo, falta Viggo Mortensen.
La presencia del célebre Freud se limita a la de un secundario que sirve de catalizador para la verdadera historia que cuenta el film, la relación entre Jung y Spielrin. La primera escena nos muestra el internamiento de la joven en la clínica alemana en la que trabaja Jung, y posteriormente asistimos a cómo el médico pone en práctica la teoría psicoanalítica que ha hecho célebre a Freud según la cual todas las afecciones mentales tienen su origen en traumas sexuales. Y aunque el tratamiento se ajusta al comportamiento sadomasoquista de la paciente, no tarda en surgir una brecha entre ambos médicos ante la teoría de Jung que expande el campo de análisis más allá de la alcoba.
El relato espaciado en el tiempo lejos de ayudar a mostrar la evolución entre los personajes, lo que hace es difuminar aún más las razones por las que se deteriora la amistad entre ambos médicos. Se trata de una relación paternofilial asumida así por ambos desde un principio, y como todo buen padre orgulloso, Freud no tolera la reticencia de su pupilo a limitar el estudio al plano sexual contradiciendo su máxima. El autor del psicoanálisis se defiende estudiando a su compañero y lanzándole indiscriminadamente su diagnóstico, recordemos, siempre orientado a traumas sexuales, mientras se muestra inexpugnable al quid pro quo que exige Jung.
A día de hoy, sigue existiendo cierto debate al respecto. La ciencia ha terminado dando la razón a Jung sin descartar en absoluto los argumentos de Freud. Sin embargo, Cronenberg, fiel a su estilo "cuando más perturbado, mejor" se convierte en la verdadera encarnación de la célebre figura histórica limitando el retrato final de los personajes al aspecto más erótico. Con ese planteamiento, no extraña nada que lo mejor de la función sea un Vincet Cassel más salido que el cine español de los 70 mientras que la evolución desde la represión a la liberación (o a la inversa) de la pareja de amantes protagonista -amago de teticas y algún culete mediante- se torne lo menos interesante del relato.
Y no me sirve la excusa de que Cronenberg ha querido contar una pequeña historia privada entre grandes personajes (el trabajo de Spielrin, que terminaría espcializándose en psicología infantil, también se estudia hoy en día en todo el mundo), porque el esfuerzo por contextualizar la película en la Europa previa a la Primera Guerra Mundial es patente en todo momento. Incluso más que efectivo en las pinceladas sobre la tensión creciente entre la comunidad alemana de judíos y arios con un Freud más que suspicaz ante la indeferencia de la que hace gala puertas a fuera Carl Jung en cuanto a raza o posición social se refiere. Pura fachada en realidad, ya que el joven médico disfruta haciéndole sentir inferior a su colega en lo que seguramente sea el único motivo real de Freud para justificar su enfado.
Sencillamente, dada la tela que había por cortar, se esperaba un enfoque más grandilocuente por parte de Cronenberg que la aplicación del análisis freudiano más evidente a unos personajes que dan más de sí debatiendo entre tazas de té, puros y pullitas enmascaradas en un lenguaje cortés que gimiendo como posesos atormentados por sus preferencias en la cama. Por tanto, solo si nos centramos en el trabajo del cuarteto protagonista podemos sacar algo de jugo a Un Método Peligroso. Una vez superada la decepción de que la presencia de Mortensen esté medida con cuentagotas - quizás, mirando más hacia el Oscar de Mejor Actor Secundario-, Michael Fassbender se convierte en un protagonista convenientemente contenido en contrapunto a Cassel y Knightley, dos que consiguen salir airosos -más el primero- navegando entre la sobreactuación a la que les da pie las enfermedades mentales de sus personajes.