Tom Kane se consagra como el mayor hijo de perra de la pequeña pantalla
Nota: 8
Como comentamos el año pasado en nuestro ranking de lo mejor del 2011 en cine y televisión, una de las grandes sorpresas de la temporada fue la
llegada de Boss. La cadena Starz se globalizó básicamente gracias al
éxito indiscutible que supuso la entretenida Spartacus, no obstante, con Boss buscaron ese plus de calidad que ofrece un enfoque adulto que
cadenas como HBO y AMC han convertido en sello a lo largo de innumerables ejemplos. Sin duda, la serie consiguió su propóstio con una
primera temporada soberbia gracias sobre todo a la magnífica actuación de un Kelsey Grammer que supo reinventarse
después de pasar casi veinte años interpretando al mismo personaje, el del
inigualable Frasier Crane. Pero a
pesar de que Boss fue un éxito de
crítica, en audiencia, en cambio, vimos la otra cara de la moneda de la ficción más arriesgada, ya que hay que
reconocer que no es una serie
fácil de digerir al principio, como en su día lo fueron otras joyas consagradas como The Wire y Oz.
Solo gracias a que renovaron por una segunda temporada
incluso antes de estrenar la premiere, reafirmándose en esa intención de fabricar un producto a la caza de prestigio, hemos podido disfrutar de esta espléndida segunda entrega de
Boss, que ha supuesto todo un viaje a los infiernos de la locura por parte de su protagonista.
Boss nos traslada
a una Chicago con personalidad propia que ya nos perfila esa cabecera tan
armoniosa con la fantástica “Satan your Knigdom must come down” del gran Robert
Plant, de la misma forma que la Baltimore de The Wire
era un personaje más dentro de la ficción de la serie policíaca. Kelsey Grammer da vida al pérfido Tom Kane, el alcalde de la ciudad cuya
vida cambia radicalmente tras ser diagnosticado con una enfermedad terminal degenerativa
que acabará afectando a su juicio. La primera temporada
nos ubicó dentro del juego político que es el tablero de Chicago, pudiendo
apreciar como la democracia más antigua del mundo queda retratada como una
sombra de lo que en su día pudo a llegar ser, donde los ideales han muerto
fruto de un juego trucado donde solo gana quien sabe tocar las puertas
adecuadas. Tom Kane es la viva
imagen de la clase política decadente de la que tanto oímos hablar en nuestros tiempos. Un político cuya mayor motivación no es más que mantenerse en su trono
y seguir una y otra vez conteniendo los embistes de sus adversarios.
Durante los primeros ocho episodios que formaron la
primera entrega, se nos permitió ver de cerca la verdadera naturaleza de animal
político que es Tom Kane y hasta donde
su moralidad le permite llegar. En esta segunda temporada de diez capítulos, como era de esperar, hemos entrado en el apogeo de la enfermedad y sido testigos de hasta donde su juicio puede ser
nublado por las alucinaciones. De hecho, hemos podido ver de nuevo en pantalla
a Ezra
Stone (un estupendo Martín Donovan),
pero en esta ocasión actuando como subconsciente del alcalde Kane como si del
mismísimo Tyler Durden se tratase.
El desequilibrio mental no ha sido sino el pistoletazo de salida para todos los
fantasmas que Kane tiene en su
armario, desde decisiones que costaron vidas ajenas, hasta la propia muerte de Ezra. Todo ello ha llevado al caos
a la ciudad de Chicago en un banal intento de su guardián por mejorar sus zonas desfavorecidas para así limpiar su conciencia en lo que cree que son sus últimos días de lucidez. Un cambio en el juego para el que Kane, acostumbrado a poner reglas para su máximo beneficio, no está acostumbrado. Y
es que como ya vimos con el alcalde
Carcetti, ser idealista y tener
éxito en la política son ideas completamente incompatibles.
Pero no es solo Kane
quién brilla en el firmamento, ya que en Boss
nos encontramos con innumerables secundarios soportando distintas cargas. Este
año, Kitty O´neal (una atractivísima Kathleen Robertson) ha estado en
segunda línea de fuego, pero se mantiene como uno de los personajes más
carismáticos de la serie, con una mente orientada hacia la batalla de las urnas
y una desorientación sexual resultado de una moral ambigua todavía por definir.
Sin olvidarnos de una estupenda Connie
Nielsen como Meredith Kane,
donde Tom ha encontrado un inesperado punto de referencia que le ayude a divergir entre
la realidad y la locura, aunque no sin nunca olvidar que posiblemente
duerma con su mayor enemigo (la última escena entre ambos es de una crueldad sublime). Sin olvidarnos a Jeff
Hephner como el embaucador Ben Zajac,
cuyo viaje durante esta temporada para el puesto de gobernador ha sido una
montaña rusa de emociones.
Pero donde Boss ha sabido poner la última marcha este año, presagiando quizás esa probable cancelación, ha sido llevando al personaje interpretado
por Grammer al borde del abismo en su salud mental. Y
es que no han sido pocos los numerosos frentes que han asolado al alcalde de Chicago. Hay que destacar al cada vez menos idealista Sam Miller (un convincente Troy Garity) como el periodista que
representa al azote de los políticos. Finalmente, una víctima más en su fatal intento por destronar al rey. Kane de nuevo vuelve a
levantarse de la mesa indemne, jugando a su antojo con el sistema cual titiritero que maneja una gran maqueta. No obstante, hace tiempo que Tom perdió la batalla, pues una vez más, el dios se choca de
nuevo frente a la mortalidad de su persona, y a pesar de que en ocasiones es
agradable volver a sentir la pasión de los ideales justos, como él mismo
confiesa frente a la ya despedida Mona (una Sanaa Lathan que nunca terminó de encontrar su sitio), finalmente, uno no puede progresar en un mar que ha poblado de pirañas cambiando su anzuelo por ideales. Ahora, de haber tercera entrega, a Kane solo
le queda decidir si retirarse como el campeón invicto o como el rey destronado que está destinado a ser.
Durante esta segunda temporada hemos podido ahondar en profundidad en la conciencia de Tom Kane. No obstante, existen todavía lagunas en la construcción de su
personaje sobre todo en cuanto al momento exacto en el que perdió la noción de lo que
realmente le importaba antes de probar las mieles del poder, por no hablar de la subtrama del misterioso Iann (Jonathan Groff). En
caso de ser afortunados y de que Boss
pueda seguir su andadura, seguramente estemos ante el principio de un camino
por el oscuro pasado de Tom Kane
y por supuesto ante una inminente caída como la que muchos esperamos del
también magnífico Walter White. De no ser así, no dejamos de estar ante una resolución válida -como lo hubiera sido la cuarta entrega de Breaking Bad- para una obra a la que hay que acostumbrar al paladar, no vamos a negarlo, pero que a pesar de su corta andadura ya ha dejado el suficiente buen sabor de boca como para convertirse en una delicatessen de de merecido estudio y revisionado.