Nunca un personaje hizo tanto daño a una serie
Nota: 5,5
The Walking Dead,a lo largo de sus 4 años de andadura, ha sembrado una división de opiniones como pocas veces se recuerda. Y es que pese a batir récords de audiencia en la televisión por cable año a año, su segunda temporada fue acusada de provocar más sopor que un maratón de Saber y Ganar. No obstante, quien os escribe mantuvo que ese segundo año, sin llegar al esplendor ni mucho menos, sí supuso la creación de un trasfondo necesario del que hasta entonces sus personajes carecían por completo. Una parada por el camino que recondujo la serie hacia la supervivencia no de la carnada zombi que asola el planeta, sino de la propia condición humana. La tercera temporada, con la potente figura del Gobernador como eje central, fue la prueba de ello, y aunque la entrega quedó muy entretenida, también terminó algo desdibujada por una season finale que se veía obligada a dar cuerda a un personaje que ya no daba más de sí y que finalmente ha terminado no ya solo por caricaturizarse, sino por precipitar a esta primera mitad de temporada a una conclusión especialmente estúpida.
La temporada bien podría fraccionarse a partir del regreso del Gobernador. Y tengo que añadir que hasta la aparición del renqueante tuerto nos estábamos encontrando con una entrega bastante prometedora, que añadía por igual toques de su tercer y vertiginoso año y de su segunda y templada temporada. La gripe se cernía sobre los nuevos huéspedes de la prisión, evidenciando una vez más la fragilidad humana ante situaciones cambiantes que han de afrontar desprovistos de las necesidades que consideramos básicas. Nunca habíamos asistido de tal forma a la representación del secreto que el Doctor Jenner susurró en su día al dubitativo Rick. Sin embargo, la epidemia ha supuesto un auténtico catalizador que ha puesto la prisión patas arriba, llevando la adrenalina del espectáculo vertiginosamente hasta la llegada de los anhelados medicamentos.
Pero como decíamos, esta nueva horda de muerte y destrucción sobre el maltrecho grupo de supervivientes se ha traducido en una isla en el océano, donde hemos disfrutado no ya solo de la cada vez mayor deshumanización de algunos personajes, sino también de las consecuencias de ello. Es el caso de Rick -un Andrew Lincoln que ha ido creciendo siempre exponencialmente- y su falta de fuerza para seguir soportando el peso del liderazgo y las consecuencias que acarrea, aislado con su granja y sus cerdos e intentando reconducir la relación con un hijo cuya infancia sucumbida en la violencia desarrollará acontecimientos previsiblemente inevitables. Sin embargo, una vez más, la nueva y apacible sociedad que habían construido queda sobre el precipicio, y la determinación de la antaño débil Carol obliga a Rick a tomar el destierro como única decisión.
Si algo nos ha enseñado el escritor de Juego de Tronos, George R. R. Martín, es que necesitan rodar cabezas para que el relato avance de forma verosímil en un contexto crudo y violento. No obstante, siempre hay que saber el momento propicio para dar acabar con un personaje con el que probablemente muchos seriéfilos hayan empatizado hasta tal punto de ser difícil ver tal partida. Sons of Anarchy es un claro ejemplo de personajes con kilómetros de más, como Clay Morrow, por no hablar de cierta y altamente SPOILER decisión tomada en recientemente en una famosa serie de espías. El asunto es que el Gobernador tuvo la posibilidad de haberse despedido por la puerta grande al final del pasado año y en lugar de ello decidieron alargar su existencia. Porque la serie seguía necesitando un villano. Porque David Morrisey siempre ha clavado el papel. Porque sí.
Tras la aparición del esperado personaje a modo de cliffhanger, los siguientes episodios nos relataron las vivencias del Gobernador desde su última y enajenada despedida. Con un estilo muy similar al de la recomendable película del actor Vigo Mortensen La Carretera (The Road), vemos como su camino acaba cruzándose con el de una entrañable familia que inexplicablemente ha sobrevivido hasta la fecha y que supondrá un nuevo aliciente para que el personaje salga de su apatía dispuesto a recobrar sus galones. Es a partir de entonces cuando The Walking Dead se viene abajo, cayendo en el clásico tópico del villano que busca redimirse en un forzoso giro de guión, y olvidándose además del resto de personajes durante esos dos episodios, los más gratuitos que nos ha deparado la serie hasta el momento.
Sin embargo, lo realmente doloroso acaba ocurriendo después, en una orgía de sangre y balas sin demasiada lógica. Ya bajo la premisa poco verosímil de que alguien pudiera aceptar en su campamento al Gobernador, y más tras haber asistido a sus brotes de violencia, quedamos estupefactos ante un golpe de estado que se lleva consigo toda la lógica que le quedaba a la serie, al ver como el gentío clama a su nuevo líder sin que nadie se pregunte quién coño es éste que acaba de llegar. Lo que viene a continuación no es más que una sucesión de tiros y sangrientas escenas con poco más que añadir, como la muerte del afable Hershel, una gratuita artimaña para provocar conmoción al espectador; y por supuesto el final del Gobernador a manos de Michonne, desprovisto de la épica y dignidad a la que estaba destinado ese esperado momento. Probablemente, lo más rescatable del último tramo sea la imagen del hijo de Rick llevando a cuestas a su padre mientras la cárcel arde en llamas al igual que en el cómic.
Lo que nos queda es una mitad de temporada que, sin ser un completo fiasco, sí ha quedado emborronada y rocada por la presencia del tuerto de marras. Porque finalmente ha pasado lo que muchos nos temíamos y dejar al personaje de David Morrisey con vida tras la tercera temporada se ha traducido en un absoluto error, en una burda treta para rellenar metraje a costa de un personaje antaño carismático y ahora reconvertido en otro muerto viviente más. Con la segunda mitad de la cuarta temporada prevista para el 9 de febrero, esperemos que en AMC puedan reflotar el barco de nuevo, aprovechando que los personajes están desperdigados y más vulnerables que nunca una vez destruido el paraíso que paradójicamente resultó ser la prisión.