La "verdad" nunca estuvo en el thriller
Nota: 7,5
True Detective, con tan sólo dos meses de permanencia en pantalla, se ha convertido en la última serie en boca de todo el mundo. La razón se deduce del hipnótico viaje al corazón del género detectivesco que propone junto al improbable actor del momento, Matthew McConaughey. Sin embargo, una vez cerrado el caso, el regusto final que deja en el espectador no es el mismo que destilaban las primeras entregas, abriendo un debate que quizás no debería centrarse tanto en el supuesto bajón de calidad, sino en la evolución hacia un territorio inesperado y, por tanto, polémico. True Detective, como el falso sleeper que es, probablemente permaneza como una antología que lleve a discusiones interminables y sólo encuentre término medio en el oscarizado protagonista deDallas Buyers Club, pero son muchas las virtudes que han convertido a la propuesta ideada por Nic Pizzolatto en la última delicia casi mística de HBO.
El género detectivesco siempre ha sido un buen comodín para la audiencia televisiva. Sobra decir que Twin Peaks no sólo supuso una obra maestra -al menos en su primera temporada-, sino que también evolucionó la narrativa en la televisión tal y como la conocemos ahora. El homólogo más contemporáneo lo encontramos en la de nuevo resucitada The Killing. La serie de la AMC ha ido siempre de menos a más hasta alcanzar su mayor esplendor en su tercera y brillante temporada, sobreviviendo con dignidad en el género más trillado de la televisión. Y es que cuanto más brutal resulta el crimen o mayor fascinación provoca el criminal, mayor es el apegó que finalmente acabamos sintiendo por su maligna figura. Ya sea por una concepción muy primitiva del término "justicia" o simplemente por descubrir qué motiva al psicópata, es en el miedo a lo desconocido, a lo extraño, donde nacen las grandes gestas y los monstruos más temibles. También donde Pizzolato se ha adentrado para confeccionar a su asesino, de ahí que cualquier explicación racional nos supiera a poco.
Por desgracia, la narrativa de True Detective parece más equilibrada en un principio de lo que finalmente acaba siendo. El mejor ejemplo lo encontramos en su estructura temporal dividida, que pasa de ser el mayor aliciente del piloto a un recurso gratuito y descafeinado. A lo largo de sus ocho entregas, el caso dirigido por los detectives Rust Cohle y Marty Hart se complementa con el propio retrato del dúo, esbozado a través de encriptadas conversaciones y completado por el valor contextual del hábitat en el que se mueven. Y es a partir de aquí, cuando ya creemos conocer bastante a fondo a la pareja (tras el salto temporal del quinto episodio, más o menos), el momento en el que la serie no acaba de definirse por completo. Ya lo avisaba el creador Nic Pizzolatto al confesar durante una entrevista su falta de interés en los asesinos en serie en favor de los personajes centrales y su viaje interno. Y se nota, ya que el escritor ha permitido, animado por las excelentes interpretaciones de Harrelson y McConaughey, que el caso policíaco se haga cada vez más pequeño, con una explicación que apelaba a un intrincado puzzle histórico-social-religioso encarnado en el primo incestuoso de la familia que aterroriza en La Matanza de Texas.
Tampoco podemos culpar al escritor, ya que donde True Detective encandila sin miramientos, más allá de su impecable faceta visual, es gracias a la pareja del año de la televisión americana. Personalmente, me duele que haya tanta predilección por el chamán de Rust en lugar del cotidiano y perdido Marty. Y es que Woody Harrelson, todo un veterano a sus 53 años, es uno de esos actores acostumbrados a que su innegable carisma beneficie más al recuerdo general de los proyectos en los que se deja ver que a la consideración de su estatus como el de un actor comprometido. Su detective Hart, con esos aires de superioridad moral, a pesar de contener sus propios demonios en la bragueta, pronto deja de ser el contrapunto estudiadamente diseñado para su compañero y se convierte en el rol con el que empatizar de la serie. Por otro lado, el de McConaughey está esbozado como un personaje fuera de lo cotidiano que inevitablemente llama más la atención. Su mirada melancólica y perdida se entiende a medida que comprendemos su visión existencial del mundo. La condena a una vida vacía, sin su hija fallecida años atrás en un accidente de coche, sumada a su negativa a creer en una vida posterior a pesar del fuerte arraigo religioso del lugar, convierten a este peligro con placa en la oscuridad encarnada; en una bomba de relojería sin nada que perder.
True Detective ha sido la golosina visual de este año, ya no sólo por contar con el respaldo de una banda sonora de lujo, obra del gran T. Bone Burnett, o de una intro que ya nos evoca la ambientación funesta y supersticiosa de aquellos rincones de Norteamérica, sino por hazañas como el final de aquel 1x04 Who Goes There, donde el realizador de la antología al completo, Cary Fukunaga, se convierte en un alumno aventajado de Alfonso Cuarón y nos ofrece un plano secuencia con el caos como protagonista. Pero, por encima de todo, True Detective es Marty y Rust, dos personajes que perdurarán en la memoria, convertidos en los nuevos referentes en las carreras de los protagonistas de Asesinos Natos y Mud. Sin embargo, ese viaje personal y sentimental, con happy end incluido, de poco nos sirve cuando la ya anunciada segunda temporada va a contar con una renovación completa del reparto y la historia.