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Crítica el duelo del siglo (2021), por albert graells
Publicado el 03 septiembre 2024 por Matias Olmedo @DragsterWav3Sinopsis: Dramatización del enfrentamiento más legendario de la historia del ajedrez: la partida de 1978 entre Anatoly Karpov, entonces campeón del mundo, y Viktor Korchnoi, su antiguo mentor y desertor en Occidente. Una batalla entre dos de los más altos ajedrecistas profesionales, un duelo de personalidades pasionales y obsesivas bajo una inmensa presión psicológica.
Esta película rusa dirigida por Aleksey Sidorov, es un ejemplo magistral de cómo hacer una película ambiciosamente mediocre y decepcionante. De hecho, logra ser una de las películas de ajedrez que, si bien ofrece algunas escenas muy notables, fracasa estrepitosamente en la mayoría de los aspectos. Esta película es como un pastel de boda precioso por fuera pero completamente asqueroso de sabor. Sin embargo, esto no es una sorpresa, teniendo en cuenta su tono descaradamente prosoviético que deja la sensación de estar viendo una propaganda más sutil que el martillo y la hoz, pero no por ello menos evidente.
Konstantin Khabenskiy, el coportagonista, el mejor actor de Rusia, se come la película en cada planos en el que aparece, con patatas fritas, salsa de tomate y una sonrisa que te hace pensar: "¿Por qué no le dejaron hacer de protagonista?" Porque es aquí donde reside uno de los principales problemas: Khabenskiy es tan sublime que, cuando sale de la escena, la película se desploma como un castillo de naipes en medio de un huracán. Este actor debería ser el centro de la película. Desde el momento en que sale, la pantalla toma vida; su presencia es como la única llama en un cuarto oscuro.
El actor principal, Ivan Yankovskiy, por su parte, hace lo que puede, que no es poco, sobre todo cuando se encuentra frente a Khabenskiy. Pero es que da igual, da igual, da igual lo buen actor que seas, si ante ti tienes a Konstantin Khabenskiy tú ya has perdido, porque los ojos se te van a él, y sinceramente, cuando no tiene a Khabenskiy delante, la interpretación de Yankovskiy se diluye en la monotonía del resto de la película. No es que esté mal, pero es como si su brillo sólo existiera para contrastar con la intensidad de Khabenskiy, y cuando está solo, no es suficiente para sostener el peso de la historia porque no hay nada más que pueda sostener el peso de la historia, salvo, si acaso, la recreación histórica, que es excelente, sobre todo el vestuario y el maquillaje, pues los actores están perfectamente caracterizados.
Hace tambalear mucho la película no dejar que Konstantin Khabenskiy haga lo que sabe hacer mejor: ser el centro absoluto de atención. Si ese hombre hubiera sido el protagonista, la película habría tenido una oportunidad de redención. Pero, en cambio, nos dejan con Khabenskiy haciendo malabares para dar vida a un guión que ni siquiera se preocupa de él. Cada vez que Khabenskiy desaparece de la pantalla, la película se convierte en una anodina carrera hacia la nada.
Recae en Konstantin Khabenskiy toda la carga emocional, la intensidad y el auténtico espíritu de la película. Hace de Korchnói un personaje con una profundidad tan palpable que incluso el espectador más aburrido podría empatizar con él. En cambio, el pobre Ivan Iankovskiy hace lo que puede, claro, pero es como ese cantante de ópera que le toca hacer de corista junto a Pavarotti. Puedes ver el esfuerzo, pero el esfuerzo no es suficiente cuando el otro está tan por encima de ti que literalmente eclipsa tu existencia. De hecho, cuando aparece sin Khabenskiy, dan ganas de decirle a Yankovskiy: Quítate de en medio, quiero ver a Khabenskiy haciendo yoga. Es que incluso simplemente haciendo yoga, Khabenskiy llena la pantalla. Cada gesto, cada movimiento, cada mirada... no es que se coma a Yankovskiy, es que lo mastica como si fuera un chicle y lo escupe. Khabenskiy no sólo es el alma del filme, es la razón por la que cualquiera con un poco de sensatez puede seguir viendo esta farsa de dramatización histórica. La ironía es que cuando Khabenskiy no está junto a Yankovskiy, a éste ni siquiera se le echa de menos.
Las escenas de ajedrez son, sin duda, lo mejor de la película (aparte de Khabenskiy), como si Sidorov hubiera despertado una mañana con una repentina epifanía de cómo hacer cine épico... y después se hubiera olvidado completamente cuando tocó filmar el resto. La pasión, la tensión y la épica se encuentran sólo en estos momentos, las escenas de ajedrez mejor rodadas que he visto en una película. El uso acertado y creativo del sonido, los efectos visuales, la fotografía (iluminación, movimientos y angulación de cámara, planificación visual, cromatismo), el montaje, la música... todo se combina para hacerte sentir que estás asistiendo a un duelo de inteligencias sobrehumanas. De hecho, es el tipo de cine que te da ganas de coger un tablero de ajedrez e intentar, probablemente sin éxito, replicar alguna de las jugadas que ves. Pero estas escenas sólo acentúan la tragedia de lo que viene después.
Sidorov parece haber dirigido esta película con dos mentalidades completamente distintas. Por un lado, tenemos las escenas de ajedrez, que parecen dirigidas por un cineasta con inspiración y habilidad. Pero para el resto, nos encontramos con una especie de película de espionaje, una extraña mezcla entre un thriller de espías de la Guerra Fría y un robo de banco mal concebido. ¿El resultado? La película parece esquizofrénica, incapaz de encontrar un tono consistente. Es como si el director hubiera decidido también hacer un homenaje a Ocean's Eleven sin razón de ser. En lugar de construir la tensión dramática con inteligencia, cada escena que no implica un tablero de ajedrez parece dirigida por un cineasta que se ha embriagado de autocomplacencia.
Si bien las escenas de ajedrez están dirigidas con una pasión casi operística, el resto de la película se convierte en una especie de Frankenstein cinematográfico, una mezcla de géneros que parecen escogidos al azar por un director con una crisis de identidad. Es como si el director Aleksey Sidorov, después de clavar las escenas de ajedrez, hubiera dicho: "Bueno, ¿y ahora qué hacemos? ¡Ah, sí! A ver... ¿qué tal si mezclamos Ocean's Eleven con un poco de James Bond de la peor época de Roger Moore?".
Es fascinante (y no en el buen sentido) cómo la película se bifurca en dos personalidades completamente distintas. Por un lado, tenemos el drama psicológico intenso de las escenas de ajedrez, donde cada movimiento de peón es filmado con grandiosidad épica como si estuviéramos viendo el desembarco de Normandía. La tensión es palpable, la cámara se mueve con precisión, el sonido nos hace temblar con cada decisión crítica... Pero justo después, cuando esperas que esa energía emocional se mantenga, todo lo que queda es una pantomima mal coreografiada. El director muestra un talento especial para matar cualquier tensión o dramatismo cuando nos alejamos del tablero de ajedrez.
El contraste es tan flagrante que casi esperas que aparezcan dos créditos distintos al final de la película: uno para las escenas de ajedrez y otro para todo el despropósito que ocurre cuando no están jugando. Esta dualidad esquizofrénica condena a "El duelo del siglo" a ser una película profundamente desigual y frustrante, un despropósito narrativo que convierte un duelo de ajedrez legendario en un festival de mediocridad cinematográfica.
También cabe destacar que el director de "El duelo del siglo" quiere hacernos creer que el mundo entero estaba obsesionado con este match de 1978, como si toda la humanidad hubiera decidido dejar de lado sus preocupaciones reales para seguir cada movimiento de las piezas de ajedrez. Si quieres exagerar la importancia del ajedrez, al menos sé sutil. Pero no, aquí tenemos una recreación ridícula, cuyas escenas parecen sugerir que los nómadas siberianos y los mineros sintonizaban las partidas con una intensidad digna de un thriller de acción apocalíptico.
Se hace difícil no reír ante el intento descarado de la película para que parezca que toda Rusia –desde el presidente hasta los más humildes trabajadores de fábrica y campesinos de las estepas– se pasaba las noches sin dormir, con un tablero de ajedrez en su regazo, obsesionado con la partida de Karpov. Es casi patético ver cómo la película pretende que las masas proletarias soviéticas, nómadas incluidos, eran todas expertas de ajedrez de primer nivel que seguían la competición con una intensidad casi religiosa. Si la vida real fuera así, el mundo sería un lugar muy raro, lleno de mineros y pastores siberianos capaces de recitar variaciones del gambito de dama a la hora del té.
Es increíble cómo "El duelo del siglo" transforma un acontecimiento importante de la historia del ajedrez en un drama tan ridículamente exagerado que ni el propio Michael Bay, con sus explosiones gratuitas y secuencias apocalípticas, habría sido capaz de concebir. El director, Aleksey Sidorov, se flipa más que un consumidor compulsivo de LSD, se lanza de cabeza a una hiperbolización tal de la importancia del mundial de ajedrez de 1978 que acabas esperando ver una cuenta atrás que anuncie la destrucción del planeta si Korchnói mueve mal un caballo o Karpov sacrifica a la reina. Es como si el destino de toda la humanidad dependiera del tablero de ajedrez y, sinceramente, ni siquiera un duelo entre dioses nórdicos tendría tanta atención mediática como ese match entre dos genios del tablero que se ve en la película. La pregunta es: ¿de verdad alguien se cree esta farsa épica?
En la película, Sidorov pretende hacernos creer que el mundo entero entró en un estado de hibernación total durante el match entre Karpov y Korchnoi. Si hubiera habido un ataque alienígena durante aquellas semanas de competición, la humanidad habría estado demasiado ocupada siguiendo las partidas para defenderse, dejando que los extraterrestres conquistaran la Tierra mientras todo el mundo, desde el Kremlin hasta los mongoles nómadas de la tundra, estaba hipnotizado frente a una pantalla de televisión en blanco y negro o una radio susurrando movimientos de ajedrez. Y no hablamos sólo de los soviéticos obsesionados: el director insinúa que, de algún modo mágico, incluso los mineros de las profundidades de Siberia, a 500 metros bajo tierra, hacían una pausa para reproducir las jugadas en su propio tablero mientras se quedaban embobados con el suspense de la narración. La magnitud del match fue tan extraordinaria, según Sidorov, que podríamos pensar que incluso los animales del zoo estaban moviendo piezas de ajedrez con sus pezuñas.
Claro está, en su película, todo este fenómeno histórico se trata con una seriedad reverencial, como si el match hubiera trascendido el deporte para convertirse en el centro gravitacional del universo. Pero Sidorov no sólo hiperboliza la atención que generó el campeonato; la hincha de forma tan absurda que parece que fue el único tema de conversación en la Tierra durante semanas. No es sólo que los soviéticos estuvieran obsesionados con Karpov (su héroe nacional) y Korchnói (el arquetipo del traidor); es que todo el planeta estaba enganchado como si de la final del Mundial de fútbol, los Juegos Olímpicos y la resolución de la crisis de los misiles de Cuba, todo a la vez. Sólo faltaba que alguien hiciera la previsión meteorológica en función de los movimientos de peón de Karpov.
La película quiere hacernos creer que cada persona viva en 1978 sabía jugar al ajedrez, que las oficinas se detenían, las fábricas dejaban de producir y los hogares quedaban en silencio porque la gente, desde los funcionarios más mediocres hasta los líderes mundiales , estaban enganchados a los movimientos de torres y alfiles con una intensidad más propia de un reality show de alta tensión que de un juego de mesa. Es tan ridículamente exagerado que casi esperas que el presidente de Estados Unidos interrumpa una rueda de prensa sobre una crisis internacional para decir: “¡Un momento, señores, Karpov acaba de dar jaque mate!”
La culminación de esta fantasía épica llega cuando la película nos muestra que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, sin importar quiénes sean o dónde estén, sigue la partida como si su vida dependiera de ello. Quizá el detalle más hilarante sea la imagen de los nómadas de la Siberia congelada jugando al ajedrez en medio de la nieve como si fuera lo más natural del mundo. Y no nos olvidemos de las oficinas administrativas, donde las secretarias, que probablemente no podrían diferenciar una torre de un alfil, mueven las piezas con la misma solemnidad que si estuvieran dictando el destino del mundo. Todo ello es tan ridículo que acabas esperando a que la película desemboque en una revelación final donde resulta que el Apocalipsis era una metáfora de las partidas de ajedrez y que, realmente, Karpov y Korchnoi estaban jugando para salvar o destruir el mundo.
En su obsesión por magnificar el match, Sidorov pierde de vista la realidad completamente. Es cierto que el enfrentamiento cautivó a muchas personas, especialmente en la Unión Soviética y en el mundo del ajedrez, pero, sinceramente, ni el más devoto seguidor de Karpov habría estado tan envuelto en esta locura colectiva. Es como si el director hubiera consumido su propia dosis de delirio megalomaníaco, hinchando el match hasta convertirlo en una película de catástrofes donde, si no se gana la partida, las placas tectónicas se desalinean y las estrellas caen del cielo .
Si Sidorov hubiera querido hacer una película de ciencia ficción donde el ajedrez determina el futuro de la humanidad, tal vez esta grandilocuencia hiperbolizada hubiera tenido sentido. Pero, tratándose de un drama histórico basado en hechos reales, esta exageración sólo sirve para transformar un acontecimiento fascinante en una farsa desmedida, que se toma a sí misma tan en serio que el resultado final es más bien cómico.
Una de las peores ofensas de la película es la forma en que se distorsiona la historia para hacer que Karpov parezca un héroe inmaculado mientras Víktor Korchnói se vuelve poco más que un villano secundario. Esto no sólo es injusto, es insultante. Korchnói, un hombre que había huido del régimen soviético, tenía a su familia literalmente secuestrada por el régimen soviético. Este hecho crucial se pasa por alto como si no importara, porque claro sería incómodo para la narrativa que quieren imponer. Es como si el director hubiera pensado: "Mejor no complicar la historia con hechos incómodos, ¿verdad?"
Volviendo a Anatoli Karpov, la película casi hace que parezca que este hombre estaba liderando una cruzada santa contra las fuerzas del mal. La adoración de Karpov es tan evidente y sin sutileza alguna que si cierro los ojos puedo imaginarme al equipo de producción con banderas soviéticas saludándole al estilo norcoreano. Si la película no te dice que Karpov era la reencarnación de todos los héroes soviéticos en un solo cuerpo, probablemente te has dormido en alguna escena. Es la viva imagen de la manipulación cinematográfica: Karpov se erige como un mesías, sacrificándose, sufriendo, perdiendo peso, sufriendo insomnio por culpa de helicópteros y pitones (lo cual no ocurrió realmente), mientras lleva el peso de su patria en los hombros. Todo esto mientras la película ignora convenientemente su connivencia con las élites soviéticas que le protegían.
El director de "El duelo del siglo" tiene una capacidad inigualable de inventarse hechos como si estuviera dirigiendo una serie de ciencia ficción y no un drama histórico sobre uno de los enfrentamientos de ajedrez más emblemáticos del siglo XX. Es casi como si Aleksey Sidorov hubiera decidido que los hechos reales eran demasiado aburridos para su gran obra maestra, así que optó por añadir su propio cóctel de farsa y misticismo.
Empezando por el helicóptero que sobrevuela la casa de Karpov en plena noche, y continuando con la cortadora de césped haciendo un concierto de despropósitos en las horas más intempestivas. ¿No era suficiente la tensión psicológica y política que rodeaba el match de Baguio? Al parecer, no. Necesitaba darle ese toque Michael Bay meets The Exorcist, porque nada dice "drama de ajedrez" como un helicóptero dando vueltas durante la noche y una pitón acostándose con Karpov en la cama. Supongo que el director quería demostrar que incluso la fauna salvaje filipina quería que Karpov ganara.
Pero lo peor es que Sidorov parece completamente incapaz de mantenerse fiel a los hechos objetivos. Si los hechos reales no daban suficiente juego, ¿qué mejor que añadir algo de sangre falsa y unas cuantas exageraciones? El supuesto desangrado por la nariz de Karpov debido al estrés es la guinda de este pastel de mentiras. El director lo enfoca con tan desmedida solemnidad que casi te hace pensar que Karpov fue una especie de mártir a punto de sacrificarse por la salvación de la Unión Soviética. Pero no, eso no era más que una triste estrategia para hacerle parecer más vulnerable, casi santificado, como si estuviera sufriendo un via crucis ajedrecístico. Sinceramente, sólo faltaba verle resucitar al tercer día después de una derrota, con los soviéticos llorando lágrimas de júbilo.
Y mientras Sidorov se desvive para añadir esos toques dramáticos e inverosímiles a la vida de Karpov, obvia convenientemente los trapos sucios de su protagonista. Y no es que Karpov fuera un santo, no. En la realidad, Karpov estaba perfectamente alineado con el aparato soviético, y su carrera estaba protegida con una máquina propagandística que haría ruborizar incluso a los spin doctors más cínicos de la actualidad. Pero claro, esto no queda muy bien en una película que quiere pintarle como el héroe incuestionable de la patria. Así que, como por arte de magia, todo lo que debe saberse sobre los oscuros pactos políticos y los beneficios que Karpov obtuvo de su proximidad con las autoridades desaparece en una espesa niebla soviética. No, no sea que la verdad estropee su imagen inmaculada.
Por el contrario, Víktor Korchnói es presentado como un traidor, un Judas del tablero, siempre a la sombra de su adversario virtuoso. El director parece haber olvidado que lo que realmente tuvo Korchnói en contra no fueron serpientes simbólicas y helicópteros fantasmas, sino la realidad cruel de un régimen que secuestró a su esposa ya su hijo para obligarle a perder. Pero claro, este detalle tan poco conveniente no encaja en la narrativa simplista de la película, así que Sidorov lo omite sin remordimiento alguno. No sea que el espectador sintiera empatía por el jugador que realmente sufrió, en vez de aquel que contó con la ayuda de todo un régimen autoritario.
Por último, la película demuestra una falta total de coraje al retratar al Karpov real: un hombre con todas sus complejidades, errores y aciertos. En su lugar, tenemos una representación digna de un manual de propaganda soviética. Es como si el director hubiera tenido miedo de enfadar la memoria del Comité Central, incluso décadas después de la caída de la Unión Soviética. Y ahí está el problema: si no eres capaz de ser honesto con tus personajes, si no eres capaz de aceptar los trapos sucios de tus héroes, entonces no estás haciendo una buena película histórica sino una fantasía de lo que habrías querido que hubiera pasado.
Además de las invenciones ridículas como helicópteros molestando a Karpov o pitones acostándose con él en la cama (en serio, esto suena a guión descartado de un episodio de Misión Imposible), la película hace un uso vergonzoso de la manipulación emocional. Se hace claramente evidente que no se trata tanto de hacer una película sobre ajedrez, sino de intentar hacernos empatizar a la fuerza con Karpov, al tiempo que Korchnói es demonizado sin piedad y retratado como una especie de villano de una película de James Bond.
El tratamiento que la película le da a Korchnói es tan flagrantemente injusto que roza el ridículo. Es el mismo tipo de manipulación que se ve cuando alguien quiere crear un enemigo de la sociedad para justificar un corrupto sistema. El hecho de que la película omita de forma descarada el secuestro de la familia de Korchnói por el régimen soviético es una muestra clara de su falta de ética. Pero claro, ¿por qué complicar la historia con hechos incómodos cuando puedes pintar a Korchnoi como un malvado que sólo sirve para hacer lucir a Karpov?
Es como si la película intentara esconder el hecho de que el régimen soviético utilizó toda su maquinaria para asegurarse de que Karpov ganara a cualquier precio. El dilema moral de Korchnoi, su resistencia, su lucha interna, son tratados con superficialidad. En lugar de mostrar el drama humano de forma matizada, la película se limita a un juego de sombras donde sólo un personaje tiene derecho a la simpatía del público, mientras el otro se reduce a un antagonista amargo y desprovisto de humanidad .
Aún más desconcertante es el hecho de que la película insinúa que la derrota de Korchnói en el match de 1978 fue simplemente por falta de destreza, olvidando completamente la presión psicológica a la que estaba sometido con su familia en peligro. Y aún más ridículo es que, una vez que su familia fue liberada en 1982, Karpov ya no quiso volver a enfrentarse a Korchnói. Pero, claro, esto sería un detalle demasiado difícil de gestionar para la narrativa heroica que intenta vender la película.
"El duelo del siglo" es, en esencia, una extensión propagandística del régimen soviético con una misión muy clara: hacernos creer que Anatoli Karpov era una especie de san incorruptible y que Víktor Korchnói, el auténtico rebelde que se atrevió a desafiar al régimen, era poco más que una figura oscura y vil. El posicionamiento de la película es tan descaradamente prosoviético que sólo le falta incluir un cartel con la frase "aprobado por el Partido Comunista" al inicio de los créditos.
Si alguna vez te has preguntado cómo sería ver una película sobre bullying escolar en la que el director castiga a la víctima en lugar del agresor, ya no hace falta que busques más: "El duelo del siglo" es exactamente eso. Lo que tenemos aquí es una clara alineación con el poder establecido, un apoyo implícito a un sistema que hizo todo lo posible para aplastar cualquier disidencia, convirtiendo a Korchnói en una especie de niño marginado y castigado por atreverse a levantar la mano ante el niño estrella del colegio, Anatoli Karpov.
Es como si el director Aleksey Sidorov hubiera acudido al manual de la propaganda soviética más anticuado que encontró y decidió seguirlo punto por punto. En lugar de construir una narración equilibrada, que mostrara con justicia la complejidad de la situación, la película se arrodilla ante Karpov como si fuera el mesías del ajedrez, mientras escupe sobre Korchnói como si fuera un enemigo del pueblo.
La forma en que la película trata Korchnói es exactamente como un director de colegio que castiga a la víctima. Korchnói, en la vida real, se enfrentó a una Unión Soviética opresora que no sólo le presionó psicológicamente, sino que llegó a secuestrar a su familia como táctica para asegurarse de que no ganaría el título. ¿Qué respuesta da la película a esto? Silencio. Silencio absoluto. Es como si, en la película, el director del colegio decidiera ignorar que el alumno popular, su Karpov glorificado, tiene todo el grupo detrás pegando a la víctima mientras los profesores le dan la espalda.
Por supuesto, no debe decirse que la película no tiene tiempo para mostrar esta realidad incómoda. Oh no, por supuesto que no. ¿Por qué nos molestamos con detalles molestos como el hecho de que el régimen soviético utilizaba a la familia de Korchnói como rehenes, ejerciendo una presión psicológica extrema sobre él? Sería demasiado inconveniente, demasiado complejo para una narración que sólo quiere glorificar a Karpov como mártir del comunismo. No, lo que hace la película es transformar a Korchnói en una figura antipática, el malo necesario para crear una narrativa heroica para Karpov.
La historia de Korchnoi es la de un hombre que se levantó contra un sistema totalitario, un sistema que intentó destruirlo emocional y profesionalmente. Es la historia de un outsider que lucha con su alma contra una máquina de Estado diseñada para aplastar a la disidencia. Pero ¿qué hace "El duelo del siglo" con esto? Lo ignora totalmente, optando en cambio por pintar Korchnói como un traidor amargo y resentido, mientras Karpov es tratado como el soldado leal que, por supuesto, merece toda nuestra simpatía.
Así que sí, la película es claramente prosoviética, pero no sólo eso: es moralmente corrompida en su narrativa. Pretenden que Karpov sea el héroe sacrificado, pero olvidan convenientemente que era la Unión Soviética quien manipulaba las reglas del juego en cada momento para asegurarse de que su querido hijo prodigio se mantuviera en el trono del ajedrez. Es como si el director hubiera decidido que en lugar de representar la realidad, iría con una versión suavizada, lavada, de lo que realmente ocurrió.
"El duelo del siglo" es, en definitiva, una oportunidad perdida. Tiene momentos de inspiración, especialmente en las escenas de ajedrez y en las actuaciones de Khabenskiy y Yankovskiy, pero estos momentos no son suficientes para compensar la flagrante manipulación histórica, el tono inconsistente y las absurdas exageraciones de su director. El filme se hunde por culpa de su agenda política descarada, su narrativa inverosímil, y el tratamiento injusto de sus personajes. Es una oportunidad perdida para mostrar una historia de ajedrez emocionante y llena de matices humanos, que se convierte en un espectáculo unidimensional con el encanto de un eslogan de propaganda soviética. Si sólo te interesan las escenas de ajedrez, quizás valga la pena verla con el mando a mano para saltarte el resto. Pero si buscas una representación honesta y apasionada de la batalla entre Korchnoi y Karpov, mejor busca otra cosa.
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