El renacer de los muertos vivientes
Nota: 7,5
The Walking Dead ha
puesto punto y final a su mejor temporada con una conclusión que ha servido como el mejor ejemplo de cómo
una serie puede ir de menos a más, literal y figuradamente, teniendo que luchar simultáneamente contra los fans de esa joya que es la novela gráfica por culpa de la ya marcadísima diferenciación de la que hace gala la adaptación y contra el televidente de a pié, ése que logra que cada episodio marque un récord de audiencia en la televisión por cable y que demanda constantemente sesos de zombi por el suelo.
Ya con ese obstáculo necesario que fue la parada por la granja -una gestación de personajes similar a la vista en la también tediosa primera temporada de Boardwalk Empire- en el olvido, esta tercera entrega en su
conjunto representa la eclosión que deriva de los hechos allí acontecidos, donde los caminantes han dejado de llevar las riendas del protagonismo
para pasar a un plano más discreto, siendo
el hombre y su perdida humanidad
la tónica que marcará para siempre a esta obra. Es decir, haciendo bien las cosas.
El difunto Shane
supuso la primera y más cercana encarnación de todo aquello a lo que el variopinto grupo comandado por Rick tendría que hacer frente para
sobrevivir un día más: la debilidad del
hombre, sus miedos y frustraciones acabarían por ser el peligro más grande con
el que los protagonistas tendrían que lidiar. Si la deshumanización
ha supuesto el eje central de esta temporada, con dos vertientes a cada lado del espectro definido por el bien y el mal pero más cercanas de lo que deberían como son las personificadas por El Gobernador y Rick,
el final ha apostado claramente por un proceso más profundo, con los personajes cuestionándose para qué merece la pena seguir respirando si finalmente renuncias a todo lo que un día fuiste. Un final
que podría disgustar a más de un fan de la novela por las grandes diferencias que marcará para siempre en el desarrollo de la serie, en la que David Morrisey ya ha obtenido un papel como personaje regular para la próxima temporada, pero que siembra ya un terreno inexplorado en el que Rick es ahora el responsable no sólo de los suyos sino también de los supervivientes de Woodbury: su nuevo gobernador.
“En el mundo en el que
nos ha tocado vivir, o matas o mueres. O mueres y matas.”Esta
frase es la última pincelada que nos faltaba del Gobernador,
quien definitivamente pierde la poca compasión
que le quedaba al ver como la vengativa Michonne
le arrebataba lo poco o nada que le quedaba de su hija. Ése fue el paso que inclinó la balanza de su conciencia hacia la depravación, dejando de lado
las sutilezas de un carácter marcadamente político y cautivador para dar rienda suelta a la bestia que habita en su interior y de la que ya habíamos visto alguna escapada fortuita al comienzo de la temporada. En
el último capítulo vemos como su vertiente más psicópata sale a relucir
al asesinar a sus soldados simplemente por el mero hecho de recordarle que solo son ciudadanos desesperados y no un ejército. Probablemente sea el personaje al que más de
menos se le haya echado en los minutos finales a la espera de otro deseado
enfrentamiento con Rick o Michonne. Sin embargo, habrá que mantenerse expectante
ante su papel en la cuarta temporada para confirmar que aún le queda mucho por ofrecer o que su presencia en primera línea es un estiramiento innecesario.
Si algo se le recriminó en su día a The Walking Dead en su primera temporada fue un casting falto de
carisma o quizás un protagonista sin demasiado gancho, fruto también de un primer desarrollo donde la acción y los acontecimientos primaban sobre un buen
esbozo de los personajes. Sin embargo, llegados a este punto hay que recular en nuestra apreciación del trabajo del elenco de la serie, que no ha dudado en aprovechar las ocasiones que el guión les ha ofrecido. Es el caso de Glenn, cuyo amor por Maggie le mueve a ser una roca sostenible pero sin dejar
de perder esa sensibilidad de la que siempre ha hecho gala; o el propio hijo de Rick, Carl, cuya evolución posiblemente refleje cuán difícil es preservar los principios parentales alrededor de una
vorágine de violencia. El caso de Daryl
y su hermano Merle merece mención aparte, siendo el no tan despiadado es convicto quien se merece una ovación por encima del resto al protagonizar uno de los mejores capítulos
de la serie –3x15 This Sorrowful Life- en
lo que supuso su adiós definitivo por la puerta grande tras un evidente desgaste.
Andrea, en cambio, ha desaparecido cuando su exceso de protagonismo dejaba de resultar cargante, condenada nada más pisar Woodbury y fiarse de la palabra del
Gobernador en detrimento de la denostada Michonne,
otro personaje que ha ido creciendo a lo largo de la temporada a pesar del poco expresivo trabajo de Danai Gurira. Pero si alguien ha brillado por encima del firmamento y se
ha llevado todo el protagonismo de esta temporada por encima incluso del gobernador
ese es Rick Grimes. Andrew Lincoln por fin ha sabido subir el envite recreando a un personaje central que termina
cayendo a los infiernos de la locura al renunciar a todo aquello en lo que
creía con el fin de amanecer un día más. Pero como todo héroe de cualquier
epopeya que se precie, Rick vuelve a levantarse para convertirse en el máximo defensor de esa humanidad que nos diferencia de los caminantes.
En conclusión, nos
encontramos con la mejor temporada de The Walking Dead, una que ha sabido intercalar la acción de forma notable en
contraposición de la controvertida segunda entrega, eso sí, más por saturación que por el virtuosismo de sus realizadores pero de forma igualmente efectiva. Sin duda, algunos recursos narrativos no están del todo pulidos y la trama ya no puede regresar al cómic en busca de un faro que allane el camino, pero aún partiendo hacia derroteros diferentes AMC ha conseguido plasmar de una vez por todas la esencia de esta obra: los muertos vivientes hace tiempo que dejaron de ser los zombis. Por fin la serie, no sin algún tropezón, nos lo ha dejado claro.