Por supuesto yo no he estado libre de pecado. Pedimos opinión y esperamos alabanzas. Si estas no se dan, o no son suficientes, o hay comentarios en contra, entonces sientes que…(mejor voy a hablar en primera persona)…entonces siento cómo a cada comentario, a cada frase, el rostro se me contrae y cómo tengo ganas de matar al de enfrente. Como estoy un poco civilizado, trato de contenerme. Pero no puedo callar. Empiezo a justificar, a dar mis razones, a censurar al otro, a tirarle cosas en cara, a recriminarle por haberme dicho cosas duras. En fin, que la conversación que empieza por “Dime qué te ha parecido”, acaba con un “¡Vete a la mierda!”.
Conclusión, pierdo el amigo, el conocido o el familiar. El ego mata.
Gracias a Dios, poco a poco, tal vez a base de recibir palos, y de perder más de un contacto, me he acostumbrado a aprender de la crítica. Por tanto lo que hago, si me atrevo a preguntar la opinión de otro, es imponerme la obligación de callar, de no interrumpir, de no censurar, de admitir y de reflexionar sobre lo que me han comentado. Al principio me costó pero he obtenido muchas ventajas.
Las mismas que me comentó mi amigo, que también pasó por esta fase en la que las críticas le cabreaban, y que aprendió - a bofetadas - que sólo podemos mejorar si las atendemos adecuadamente.
Llegamos a la conclusión de que el problema no está en la crítica, aunque sea destructiva sino en cómo la aceptamos. Además comentamos que aprender a hacerlo nos hace fuertes. Porque aprendemos y porque…a fin de cuentas, el mismo derecho tiene alguien a criticar como el criticado a hacerle caso. Y por supuesto, tenemos el libre albedrío de no hacer…¡ni puñetero caso!