Revista Libros
Objetivemos esto: el diario de Ana Frank es un tostonarro de consideración. Un libro de leer cuando eres colegial y prepúber y porque te lo imponen o bien de no leer bajo nigún concepto, ni intentarlo, vamos: mejor que te lo cuenten, ver la peli, comprarte el juego de mesa o el videojuego oficial, qué sé yo. Cualquier cosa antes que tragarte estas casi 400 páginas de egomaníaca efervescencia adolescente cuando tienes ya los huevos negros y no hay día que no te cruja malamente alguna articulación. Que no, hombre, que no...
El género dietarístico ya es de por sí bastante siniestro, peligroso, incluso cuando lo cultiva un alguien con talento, con un algo interesante que contar, puede llegar a rebanarte el gaznate con la gillette de la aburrición, así que en manos de una niñata marisabidilla que se piensa mejor que sus mayores porque sabe armar un párrafo de más de cuatro oraciones, cada una detrás de la precedente, mejor ni nos lo planteemos. ¿Por qué los criajos de mierda nos empeñamos en escribir cuando aún no tenemos ni puta idea de qué coño es esta vida? Mear sangre, por ejemplo: eso sí da qué pensar, te quita de golpe todas las tonterías de la cabeza. Todo lo que no sea escribir después de haber meado sangre es un confieso que no he vivido... peor aun así lo escribo. Jódete. Jódanse todos.
No sé, miren Rimbaud, un caso extremo, dejó escrito todo lo suyo con menos de veinte tacos y luego se calló la boca para siempre. ¿Qué pasó? Que releyó todo lo suyo. Eso pasó. Y encima lo había dado todo a la imprenta. Menuda puta mierda de tío que estoy hecho, se dijo, a ver ahora dónde me meto. Y como no supo dónde meterse de la vergüenza cogió carretera y manta y se fue a hacer las Indonesias... Listo.
Primo Levi. Jorge Semprún. Paul Celan. Eso es literatura del holocausto. El diario de Ana Frank a su lado me parece la crónica de un primer polvo clandestino, para colmo frustrado.
Fdo. El hijo de puta que vive dentro de mi boca