Publicado por José Javier Vidal
El viaje
Irán, Nueva York, Londres…Destinos lejanos, exóticos, soñados…Hasta ellos hemos viajado y en ellos hemos disfrutado leyendo “Lugares”. La lejanía, el exotismo, el misterio, un brillante pasado o un presente vertiginoso son, innegablemente, componentes de los grandes viajes, pero el más importante de todos, lo que va a determinar las experiencias vividas, es la actitud del viajero. Como decía un importante político gallego ya desaparecido “algunos viajan a Japón como si fuesen a Lugo y otros viajan a Lugo como si fuesen a Japón”. Yo pertenezco, espero, a los segundos. Mi capacidad de ilusión y de asombro, de admiración y de descubrimiento, la siento tan grande cuando viajo por España como en las ocasiones en que he salido fuera. Más todavía si el viaje está unido a mi gran pasión, la montaña, y se hace a solas, en plan mochilero, dispuesto a observar y a escuchar, a vivir como un descubrimiento cada momento en los autobuses, en las estaciones y en los albergues.
Así lo hice este verano, en el mes de julio. Mi destino, los Picos de Europa. Mi plan, andar por ellos e intentar ascender alguna cumbre, pero, sobre todo, disfrutar del camino. Salí de donde vivo, Puente Genil, en la Campiña cordobesa, el miércoles muy, muy de mañana, tan de mañana como a las doce y media de la noche. A esa hora el autobús a Madrid pasaba por un pueblo cercano, Aguilar. Allí lo cogí. Me quedaban por delante casi seis horas de campiñas, serranías y llanuras andaluzas y manchegas y un momento de plenitud. En ese autobús, escuchando una canciones recuperadas de mi adolescencia y de mi juventud, dueño, por fin, de un gran secreto – que nuestro destino, queramos o no, está en nuestras manos – experimenté una profunda sensación de libertad.
Entre unas pocas estrellas de brillo apagado, Spotify y algunas cabezadas, el viaje pasó rápido. Fue la primera etapa. La segunda, el trayecto de Madrid a Santander, empezaba a las doce del mediodía. Entre una y otra, el tiempo muerto del transbordo. Sorprende, sin embargo, lo vivo que puede llegar a ser ese tiempo. La Estación Sur, el equipaje – mi mochila, mi pesada mochila -, las escaleras mecánicas del metro, la línea 6, las escaleras mecánicas otra vez, la Estación de Avenida de América, el vestíbulo, los pasillos, las puertas de salida…Una vez localizada la mía, la del autobús a Santander, pude despreocuparme y busqué una cafetería donde reponer fuerzas. Las cafeterías de las estaciones me gustan, lo confieso. Impersonales, decoradas en serie, más bien caras y con una bollería que supongo que ningún nutricionista recomendaría, pero cuyos olores, sonidos, ambiente, asocio a la alegría de los viajes. Y son los lugares en los que puedo mirar más tranquilamente al paisanaje.
El paisanaje. Esa es una de las grandes ventajas del transporte público. Liberarse de esa armadura rodante que es el coche, permite sumergirse en el río humano, sin barreras, sin muros, observando, escuchando, hablando, sintiendo el hálito de la gente. Así, el tiempo vuela, fluye. Y fluyendo y fluyendo, el tiempo me llevó al momento de la salida de mi autobús a Santander. Un simpático compañero de asiento, que me prestó su cargador de móvil, la meseta castellana y la monótona autovía hasta Burgos. Allí, parada, cambio de conductor, quince minutos para estirar las piernas o tomar algo en la cafetería de la estación – por cierto, clavada de categoría por un zumo de naranja – y de nuevo, viaje. Esta vez por carretera, no por autovía. Pequeños pueblos de piedra, iglesias románicas, campos de cereal, manchas de pinar y páramos. Poco antes de llegar a Santander, la carretera, serpenteando, se encarama a uno de ellos. Pinos, brezos, prados, cielo azul cruzado por nubes blancas y grisáceas, horizontes amplios. Estamos entrando en la Cordillera Cantábrica. Lo que nos enseñaron en el colegio. Dejamos atrás la España seca y nos adentramos en la húmeda. Para empezar, el Valle del Pas. Un cielo neblinoso del que caen algunas gotas, colinas y valles verdes, caserones de aspecto sólido, con muros de mampostería y voladizos y balconadas de madera, tejados a cuatro aguas y, de vez en cuando, paredes cubiertas de yedra. Muchas de las casas luciendo, orgullosas, un escudo de armas y, en el dintel de la puerta, el año de construcción. Estamos en tierra de hidalgos…
Tras dar un rodeo por la ciudad industrial de Torrelavega – había que dejar y recoger pasajeros – , entramos en Santander. La visité con detalle hace unos años. Es una ciudad que me gusta. Muy del norte. Comercial, burguesa, marinera, elegante, con un cierto toque “british”, no tiene la espectacularidad monumental de otras ciudades españolas, pero las estadísticas las sitúan siempre entre las diez mejores para vivir. Grandes avenidas, edificios señoriales de tonos blancos y grises, parques y el mar, un mar que, en Santander, es una bahía, quizá la más hermosa de España.
Nuevo transbordo. En esta ocasión sólo hay que esperar, sin cambiar de estación, a que, ya bien entrada la tarde, salga el autobús que lleva a los Picos. Después de un rato para comer, tomar un café y leer un rato – las esperas, leyendo, se hacen más ligeras, por eso siempre llevo lectura -, lo cojo. Es el último del viaje. Dejamos atrás la ciudad y seguimos la autovía que, suspendida entre montañas y playas y acantilados, es la imagen misma de eso que los libros de geografía llaman la “Cornisa Cantábrica”. Pastos, eucaliptos, hayas, más casas solariegas y el mar, siempre el mar, inmenso y azul. Unos cuantos kilómetros más adelante, abandonamos la autovía y nos dirigimos al interior siguiendo la carretera que, estrecha y sinuosa, se adentra en el corazón de las montañas aprovechando el desfiladero de la Hermida, formidable hendidura excavada por el río Deva en su camino hacia el océano. La carretera discurre por el fondo del desfiladero, entre paredes enormes de roca y paralela al curso del río. Éste, el Deva, como los demás ríos cantábricos que conozco, me recuerda a algunos que aparecen en las películas del Oeste: el lecho ancho, cubierto de abundantes cantos de color blanco y con amplias márgenes de arena y aguas vivas pero poco profundas, limpias, transparentes, con reflejos metálicos en los que parece verse su frescura y pureza.
Y, por fin, al final del desfiladero, el valle de Liébana, mi destino. Una sucesión de pueblos, aldeas, casas, prados y bosques rodeados de magníficas montañas, que componen una imagen de postal alpina. Tan postal y tan alpina que aquello parece una Suiza en miniatura. Por no faltar, no faltan ni las vacas pastando, ni el orgullo de los lugareños, de los montañeses, por su pasado de hombres que “nunca fueron siervos sino siempre libres” (casi literalmente, éste es el texto que se puede leer en la entrada de alguna de las aldeas del valle). Cuando empezaba a declinar la tarde, el autobús me dejó en la aldea de Espinama – un pequeño sueño de piedra, flores y sosiego – . Allí, en un encantador albergue, pasaría la noche. Una ducha, la cena y a dormir. Había que descansar. A la mañana siguiente, empezaba la aventura, la montaña.
Valle de Liébana