Aquel día, un 27 de febrero de hace más de 35 años, yo estaba, entrada la tarde, apostado en la barra del Bar Internacional, en plena Gran Vía de Murcia, dispuesto a cubrir un tramo de la manifestación contra el golpe del 23-F y por las libertades que, a la misma hora, se celebraba en todas las capitales españolas. Retransmitimos aquel acontecimiento histórico, a través de la emisora regional de Radiocadena Española, un puñado de profesionales a los que dirigía alguien que la noche de la intentona se había sentado con arrojo ante el micrófono, dando vivas a la Constitución y al Rey. Adolfo Fernández fue el elegido para la ocasión, por unanimidad de todos los partidos convocantes, como encargado de leer el comunicado final de aquella gran marcha de los murcianos por la democracia.
Fueron tiempos en los que nuestros medios técnicos eran más bien exiguos, y a mí me asignaron cubrir el tramo que iba desde el final de la Gran Vía hasta la plaza de Santa Isabel, por lo que opté por dar mi información, en directo, desde el teléfono de aquel insigne bar, ya como tantas otras cosas desaparecido y sustituido, primero por un banco y ahora por algún otro negocio inmobiliario.
Recuerdo que cuando la cabeza de la manifestación se aproximaba a la altura del Internacional, en su interior había una numerosa y bulliciosa clientela, que consumía cerveza, tapeo y algún café que otro, ajena por completo a lo que discurría por la puerta. Y es que, no nos engañemos, esa era la España real de 1981. El jaleo resultaba propio del local donde nos encontrábamos, por lo que yo tenía serias dificultades para escuchar a mis compañeros, que me avisaban ya de la inminente entrada en antena. En esto que me dirigí a uno de los camareros, veterano él y con oficio, y le expliqué mi agobiante situación. Aquel hombre, resuelto, de camisa blanca impoluta, palmeó tres veces y soltó un sonoro “¡Silencio!”. Los parroquianos lo miraron sorprendidos, al tiempo que alarmados, sin duda, por una cierta semejanza con los gritos proferidos desde la tribuna del Congreso de los Diputados, apenas cuatro días antes, por un bigotudo teniente coronel de la Guardia Civil apellidado Tejero Molina. “Miren ustedes -les dijo el camarero con enérgica autoridad-. Este joven va a dar una crónica para la radio sobre la manifestación que pasa ahora por la puerta. Guarden silencio mientras habla, por favor”. Aquellas personas, de pronto, se quedaron silentes, dirigiendo la mayoría su mirada hacia donde me encontraba, lo que provocó que mi nerviosismo de novato se acrecentara aún más. Por fin, el locutor que conducía el programa me dio paso desde los estudios, y yo solté mi crónica, que no debió durar más allá del minuto y pico. Al acabar, y luego de colgar el auricular, el silencio aún era perceptible. Lo que no podía esperar era que, segundos después, la clientela prorrumpiera en un aplauso rotundo, como imaginé se ovacionaría a un tenor en La Scala de Milán, después de bordar con notable suficiencia su papel en Otello o Turandot. Y quise creer que, aunque las agradeciese de corazón, aquellas palmas no iban tanto dirigidas al aprendiz de periodista que yo era, como a la admirable paciencia de eso que todos hemos dado en denominar el sentido y sufrido pueblo español, el mismo que tanto aguantó entonces, aguanta ahora y aguantará por los siglos de los siglos.
[‘La Verdad’ de Murcia. 3-1-2017]