Un libro asombrosamente lírico en el que se mezclan la carretera y la soledad.
Sam Shepard es un escritor polifacético que merece mucho la pena. Tal vez os suene porque murió hace relativamente poco tiempo, en 2017. Y también puede que os suene porque su carrera literaria ha estado relacionada con el cine. Fue coguionista de París, Texas, la inmortal película de Win Wenders, estuvo casado con Jessica Lange, ha aparecido como secundario en innumerables series (como la nueva temporada de Twin Peaks) o en películas como Elegidos para la Gloria. También se ha dedicado a la música, siendo amigo y colaborador de genios como Bob Dylan o Patti Smith.
Uno de sus libros más famosos se llama Crónicas de Motel. Está editado por Anagrama. Es un buen ejemplo de literatura porque no siempre se limita a contar una historia, sino que es un conjunto de instantáneas, como fotografías, sobre sensaciones y lugares en los que se encuentra. En este sentido, las descripciones, la atmósfera que rodea al relato y el tono que queremos darle son tan importantes como la historia en sí.
Sam Shepard viajó mucho por Estados Unidos y encontró un detalle especial en cada lugar que visitaba, algo que merecía la pena contar. Tenía esa mirada de escritor entrenadísima que le permitía sacar petróleo de situaciones aparentemente cotidianas y hacerlas mágicas, que es algo que sólo se logra con entrenamiento y aprendiendo a ver los dobleces de la realidad.
Y además, Sam Shepard conseguía que nos pareciera sencillo lo que hacía. Su lenguaje era cotidiano, nada rebuscado y tenía un tono desnudo, reflexivo, que transmitía una honesta desnudez al lector. Pero en cuanto al contenido, a los temas universales de la literatura. La cultura norteamericana, a diferencia de la europea, tiene mucha menos historia. Pero sí unos mitos muy poderosos. El viaje por carretera es algo que han retratado muchos escritores, como Jack Kerouac o Hunter S. Thompson. Y además, la cultura americana heredó muchas cosas de su mezcla con los indios nativos, como la tradición oral. Sam Shepard es la mezcla perfecta entre esos mundos diferentes: el relato escrito, la tradición oral y el cine. Y a esto le suma el rock, que siempre es un buen compañero de viaje.
Os dejo con unos cuentos suyos, muy breves y concisos.
“En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me insensibilizaba las encías.Aquella noche atravesamos los Badlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas. El cristal estaba helado al tacto.Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un círculo de enormes dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente los dinosaurios iluminados desde el suelo por unos focos.Mi madre me llevó a dar una vuelta abrigado bajo una manta parda del ejército. Tarareaba una canción lenta. Creo que era “Peg a ́My Heart”. La tarareaba bajito, para sí misma. Como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.Serpenteamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre sus patas. Bajo sus tripas. Describimos círculos en torno al Brontosauro. Miramos desde abajo los dientes del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas lucecitas azules a modo de ojos.No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios.”
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“Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca. Estaba, por ejemplo, agachado en el huerto, reparando las tuberías de riego o el tractor, y si oía un avión se enderezaba lentamente, se quitaba su sombrero mejicano, se alisaba el pelo con la mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de la frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia el cielo, localizaba el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la nuca. Se quedaba así, mirando y tocando. Cada vez que oía un avión se buscaba la cicatriz. Le había quedado un diminuto fragmento de metal justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me desconcertaba era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía un avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que estaba absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más le gustaban eran los aviones a hélice y esto ocurría en los años cincuenta, de modo que ya quedaban muy pocos aviones a hélice. Si pasaba una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era tal que casi se subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba señalada por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les lanzara un salivazo. En cambio mencionaba los B-54 en tono sombrío, casi religioso. Generalmente sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número:-B-54 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.” * * *
“Hay una mariposa Monarca en la acera de Ozona. La brisa se la lleva de acá para allá. Durante todo el día han estado estrellándose contra mi parabrisas, dejando salpicaduras rosadas y doradas en el cristal. He visto a una de ellas que caía a plomo desde el cielo y chocaba contra el asfalto de Highway 10 East. Debe de ser la época del año en la que tienen que morir”.