Pocos días después de suceder uno de los más trágicos accidentes aéreos en Pakistán, 152 personas perdieron la vida tras estrellarse un avión que provenía de Karachi, las fuertes lluvias torrenciales causadas por el Monzón comenzaron a desolar al país. De norte a sur, el agua fue dejando a su paso un paisaje desolador.
Pueblos anegados, casas destruidas, millones de desplazados y una crisis humanitaria imposible de manejar ante la sombra de un gobierno ausente y con un presidente, Asif Ali Zardari que no canceló su visita a Londres a pesar de que ya se elevaban a 1.600 personas las fallecidas a consecuencia del temporal. Las inundaciones registradas a finales de julio han dejado en Pakistán más de 1.800 muertos y casi 3.000 heridos. La OMS prevé dos millones de casos de malaria en Pakistán en los próximos seis meses, mientras casi dos millones de hogares han sido dañados; doce millones y medio de personas necesitan ayuda humanitaria inmediata.
A las tres de la mañanaEl sonido del motor se entremezcla con el pausado ritmo que el agua marca a su paso. Silenciosa y esquiva, salpica inocentemente los desgastados salwar kamis de la reducida tripulación del equipo de rescate de Pakistan Fisherforum Folk. Un grupo de pescadores con sede en la portuaria Karachi, capital financiera de Pakistán que se ha trasladado temporalmente a Thatta, en la provincia de Sindh. para ayudar en las tareas de rescate. La localidad alberga una de las mayores necrópolis de santos sufíes (125.000 santos), a las afueras de la pequeña localidad de Makli y una de las poblaciones más perjudicadas del Pakistán meridional.
Jamil luce cansado. Mientras la correa de su cámara fotográfica se desliza por su cuello, sus manos sostienen una bolsa teñida por el vao del té caliente que contiene. Desde que empezaron las inundaciones en el norte no ha parado de trabajar y prepararse para las labores de rescate en el sur. Apenas hemos dejado la carretera principal, ahora sumergida entre las aguas. La jornada promete ser larga. Una hilera de casas sumergidas acompaña el oasis de destrucción que el caprichoso río Indo ha devorado. Las últimas estimaciones oficiales calculaban que en el distrito más de 900.000 personas han sido afectadas y 260.000 permanecen desplazadas.
Y el contador no para de correr en Thatta. Un mes después del inicio de las mayores inundaciones, en la breve historia de Pakistán, las imágenes de auxilio seguían repitiendo la misma escena gilgaméshica, mientras el cauce del río Indo, desbordado por el imprevisible y descontrolado Monzón, avanzaba sin pausa. A lo lejos, un grupo hace señales. La distancia impide entenderlos nítidamente. Sus gritos hacen virar el rumbo del bote, mientras se comprueba la profundidad de las aguas con una vara de madera. “Todavía quedan familias en Sujawal. El ejército está evacuando esta zona en helicópteros, dirigiros más hacia el noroeste”, explica un vecino de la localidad, al tiempo que sus brazos señalan una única dirección.
El motor se vuelve a poner en marcha. La embarcación bordea los tejados sumergidos que ondean a su paso. Poco a poco se empieza a reconocer un lejano murmullo que se convierte en gritos de auxilio. Ali, Meehal y Zainab alzan sus brazos hacia el cielo. Zainab no puede contener las lágrimas. Ha permanecido durante más de tres días suspendida en el tejado de una vivienda abandonada. Su rostro evoca el cansancio acumulado por la espera. Sus manos se convierten en un torbellino improvisado e incontrolado mientras sus ojos vidriosos elevan la vista. “Tenía miedo de que el tejado se derrumbase. Apenas nos quedaba arroz y el agua ya escaseaba”, explica al mismo tiempo que Meehal, su marido de 68 años, le ayuda a subirse a la embarcación. Atrás queda la pesadilla, pero nadie sabe que pasará, una vez en tierra, desprovistos de todas sus pertenencias, con tan sólo la ropa roída y húmeda que les acompaña desde hace una semana.
“El agua llegó a las 3 de la mañana. Imparable y furiosa. Nos trasladamos a un lugar que pensábamos que era seguro, pero en seguida empezó a escasear la comida. Ingeríamos alimentos una vez al día sin despegar los ojos del cielo”, recuerda Meebal, mientras introduce sus manos en su salwar kamis para rescatar como un tesoro, la única pertenencia que le queda: su carné de identidad, envuelto meticulosamente en una funda de plástico.
El bote continúa su ritmo. Apenas trascurren diez minutos. Se vuelve a detener tras observar una silueta que sujeta a un niño pequeño desde los alto de otra casa abandonada y medio sumergida por el agua. El contorno corresponde a Ali, un vecino de 42 años de una villa que está situada a un kilómetro de Sujawal. “Pensábamos que aquí estaríamos seguros. Llevamos varios días cambiando de casa en casa. Ayer nuestra hija empezó a ponerse enferma, temíamos por su vida”, indica mientras ayuda a su hija pequeña y a su mujer a subirse al bote.
Las calles simulan antiguos laberintos anegados por el agua. Los equipos de rescate perezosos por las primeras horas de la mañana empiezan a abarrotar con su ritmo imparable el cauce de las aguas que han sepultado a Suwajal. Nam Mallah, convertido ahora en una figura dispersa que se pierde entre el paraje desolado, camina entre la inundada calle principal. No escucha. No quiere regresar. “Tengo miedo, quería volver a mi pueblo andando pero mis hijos no me han dejado” explica el hombre, mientras su familia consigue convencerle de que regrese para ser trasportado por la embarcación.
Los pocos vecinos se aglutinan en la parte elevada de las escaleras que dan paso a los ahora abandonados y cerrados comercios de la localidad. Un habitante se afana en dejar limpio su salwar kamis con el agua que corre sin pausa. Es hora de regresar a tierra firme. La embarcación no puede trasportar a más personas y el motor parece no funcionar bien. Renquea, mientras se atraganta con un súbito ataque de tos negro.
A escasos kilómetros un punto de encuentro se extiende a lo largo de una carretera que conduce al puesto de rescate que los militares paquistaníes han facilitado para evacuar en helicóptero a los damnificados por las inundaciones. Finalmente el motor de un bote decide que ya ha sido suficiente por hoy. Un equipo de rescate debe quedarse en tierra. Pero el resto debe continuar. El mismo camino, la misma destrucción, las mismas desoladoras historias que durante días esperan ser rescatadas. Las agujas del tiempo marcan en la memoria el comienzo y el final. A las tres de la mañana nada volvió a ser igual.