Me quedé pertrechada bajo mi sombrilla -azul celeste y oscura, a juego con algunas olas-, recién estrenada su sombra; la mochila con el agua cerca, quizá algo de aire, el rastrillo de Niña Pequeña junto a mí -"guárdamelo, mamá", me dijo mientras se llevaba los muchos más útiles cubo y pala.
Vino pronto. Llevaba una corta falda vaquera y liviana camiseta que no tapaba el bikini oscuro; saludó a las dos señoras de rojas uñas y cuidado peinado de peluquería -con confianza, pues sin duda ya se conocían- y montó sin prisa, sin pausa, su propia sombrilla -también azul. El truco de cruzar los tirantes de la bolsa de playa en el palo de la sombrilla no lo conocía, lo cual denotó a mis ojos que aquella joven era ya una experta, quinta pantalla, nivel alto. Al poco, detrás de ella, una recua de adolescentes dorados.
Y con ellos, en orquestado movimiento, vinieron los elementos imprescindibles para estar en la playa. El verdadero objeto multiplicado a lo largo de la orilla congestionada del mediodía -sí, lo admito, justo cuando no se debe tomar el sol, sí. De forma sincrónica, estudiada y practicada posiblemente tantas veces que no hacía falta ya mirar, hablando incluso son las confiadas señoras de detrás y su preciosa manicura, ella y sus jóvenes acompañantes desplegaron tumbonas, con blancas rayas -y azules, también. Clac, clac,... clac, clac: una tras otra alineadas con la orilla, exposición obligada tal vez para vigilar una ola tras otra, cuidadosamente dispuesta la colección de toallas -una azul- sobre cada una de ellas. Yo, poca cosa, la toalla de Él -azul, borde rojo- extendida pobremente sobre la oscura sombra de mi sombrilla celeste.
- Mamá, ¿me has cuidado bien mi rastrillo?