Este reloj paraliza el tiempo.
Quedó parado en algún momento desconocido, congeló un reencuentro, impidió una despedida, permitió, tal vez, una larga noche de amantes. Este reloj paraliza el tiempo y se arrinconan los recuerdos en las teclas de un polvoriento piano cercano. No quedan los nombres de los retratos en gris y blanco de las paredes, una entrada de toros perdida hace treinta años y el sonido silenciado en el aire de una antigua máquina de escribir. Él pide lo de siempre: dos refrescos y una tapa, mientras se me pierden los pasos en las lámparas de piedras y metal; no sé dónde se quedó la luminosidad de la cercana catedral: la atmósfera invita al abandono y a dejarse mecer lánguidamente entre adornos y decorados que harían las delicias de un anticuario. Junto a nosotros, un cartel de mediados de siglo me avisa: aquí hay barbero, y su silla está, efectivamente, en un rincón del local...
