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Se arregla el desencuentro
Hoy me ha sucedido algo curioso en el bar, y es que la Gorda de los Periódicos, se ha dirigido a mí por mi nombre. ¡Por mi nombre! Fue que sobre el fragor de aeropuerto de la máquina de café como de aviones que despegan y aviones que aterrizan, me preguntó sosteniendo su taza a medio camino entre el plato y la boca: “Perdona XXX (y aquí pronunció mi nombre), ¿cómo sigue XXX? (y aquí pronunció el nombre de mi compañera de trabajo, que en la actualidad se encuentra de baja). Por supuesto, es la primera vez que lo hace y con ello, definitivamente, parece cerrado nuestro desencuentro, que ya comenzó a suavizarse tiempo a tras, cuando volvimos a intercambiar los buenos días.(La Gorda de los Periódicos, es, en efecto, la persona que provee al bar de periódicos, lo que la hace ejercer en nuestra particular, sorda y despiadada guerra, el papel de traficante de armas. Tiene, al extremo de la calle, un establecimiento que vende prensa, chucherías y material inclasificable. Se parece a aquella cantante y artista de cine rancio que se llamó Imperio Argentina. Pero ahora me interesa contar el cómo y el porqué de nuestro desencuentro. Otro día volveré a ella con detalle.)Lo apunté así en su momento:“Cerca del lugar donde trabajo hay un local donde venden periódicos y revistas. Es un sitio que me coge de camino; de hecho, paso varias veces al día frente a su puerta. El negocio lo lleva un matrimonio, aunque casi siempre la que se encuentra tras el mostrador es la mujer, pues el marido, o está repartiendo los periódicos a los que están suscritos los bares y oficinas de alrededor o está paseando un perrazo de muy mala catadura.
No creo que haya entrado en el local más allá de seis o siete veces desde que se inauguró hará unos pocos años. Cuando lo he hecho ha sido para comprar algún lanzamiento de coleccionables de los que se anuncian por la tele y que ellos colocan fuera del establecimiento de manera llamativa. En tales ocasiones siempre fui atendido por la propietaria, a la que llamaré La Gorda de los Periódicos porque no conozco su nombre.
La Gorda de los Periódicos es una mujer muy amable, de las que no dejan de sonreír durante el breve diálogo de la transacción, ofreciéndose para quitar con unas enormes tijeras los también enormes cartonajes con que se presentan las promociones, señalando fechas de futuras entregas e informando de otras ofertas. Al final se despide con cortesía y con una nueva sonrisa. Es por otra parte, una mujer que aún conserva mucha de la belleza que debió poseer cuando joven y cuando sonríe se le marcan dos mofletitos así como infantiles y comestibles.
A partir de las últimas veces que entré en su local, La Gorda de los Periódicos me ha venido reconociendo al cruzarme con ella en la calle y me ha dedicado un chispeante buenos días. Esto se produce casi siempre a la misma hora, cuando La Gorda de los Periódicos vuelve de desayunar del bar al que, a la vez, yo me dirijo mientras voy escuchando el espacio "Versiones" de Ana Sterling en Radio 5. Distingo a lo lejos a La Gorda de los Periódicos y conforme la distancia que nos separa se acorta compruebo que la sonrisa se le va formando en la boca hasta que a la altura del cruce resplandece del todo. Buenos días, me dice; y buenos días, contesto.
Esto ha venido sucediendo durante semanas, hasta que he decidido que el saludo diario no se corresponde con las pocas veces que entro en su negocio. Que ya vale, que ya está bien de tanto buenos días. Que en cierta forma, la simpatía de La Gorda de los Periódicos hacia mí podría ser también una cordial manera de invitarme a su local, de quererme subir en el escalafón, de pasar de ser un cliente esporádico a alcanzar la categoría de fijo. Para solucionarlo, pensé en entrar de vez en cuando a comprar algo innecesario, un periódico, unos chicles, y reforzar así el delgado vínculo que nos lleva a saludarnos. El caso es que no lo he hecho. Por el contrario, lo que he decidido es ignorar a La Gorda de los Periódicos, hacerme el sueco, mirar al suelo cuando nos cruzamos.
Al día siguiente de tomar esta decisión no fui capaz de desentenderme. Fue algo peor. Mirándola de lado no respondí a su saludo ni a su sonrisa, queriéndole hacer comprender con mi actitud mi retomado estado de persona desconocida que deseaba romper con el recuerdo de unas pocas compras y la cortesía debida. Se quedó desconcertada, con la sonrisa puesta pero helada y con la palabra en la boca. Claro que a medida que fueron transcurriendo los días, el momento del cruce con ella se endureció. No es que ya no me saludara, es que me miraba con hostilidad, y lo que antes era agradable se transformó en un diario mal trago (cambiar la trayectoria para no encontrarme con ella es una ridiculez que no estoy dispuesto a asumir).
Lo cierto es que tras varias semanas en esta situación pensé en modificarla. Podríamos volver a ser viejos conocidos, no como quiosquera/cliente, sino como dos simples personajes que se cruzan día a día en el mismo sitio. Por eso, en los últimos encuentros he comenzado a sonreírle débilmente, solicitándole con ello el retomar la anterior relación. Pero ha sido un fracaso. La Gorda de los Periódicos no me mira, y si lo hace leo en sus ojos el seguro desprecio que siente por mí.
Ante esta situación no encuentro remedio. No sólo eso. Es que en nuestro estado, volver por mi parte a entrar en su local es imposible. Ya digo que paso por su puerta al menos dos veces diarias, pero sé que nunca más compraré libros en campañas de lanzamiento por mucho que me llamen la atención. Ni La Gorda de los Periódicos volverá a saludarme porque he renunciado a su amabilidad voluntariamente, con el desparpajo con que asumimos y justificamos nuestras bajezas haciendo con ellas y por cada día, un mundo peor. Y qué quieren, yo voy al bar a desayunar y a pelearme por uno de los periódicos que lleva. No tengo más tiempo ni ganas para rollos de esta clase.”.