Revista Cultura y Ocio
Zocodover, satélite rayano en la indolencia, vestigio orgulloso e indestructible, producto del urbanismo darwinista, se impone a pesar de todo al resto de espacios toledanos. Antaño Plaza Mayor, su nombre proviene del árabe sūq ad-dawābb; mercado de bestias de carga. Se consolidó en el medievo como centro neurálgico y teatro del escarnio público; autos de fe y ejecuciones de reos se ofrecían como espectáculo. Quizá por eso, como parte de un show de penitencia urbanística, las llamas devoraron la plaza en el siglo XVI hasta reducirla a cenizas. Sin embargo, su aspecto actual se debe a la reordenación del XIX. Hoy en día, el espacio es el mismo; el vacío sigue acogiéndonos a pesar de todas las reestructuraciones. Pero bajo los soportales ya no hay tratantes de ganado ni titiriteros, ya no hay heno desparramado por el suelo ni señoras con mandil blandiendo básculas romanas. McDonald’s y Burger King compiten en locales contiguos por ser la primera potencia de la comida basura. El ambiente de la plaza está cargado de un olor denso a aceite de girasol frito desde tiempos inmemoriales. Decidirme por un local es un desafío a lo racional, un azote a la tautología; es como elegir entre la horca y el garrote vil. Imagino aquellos castigos y me agarro el cuello con ambas manos para después girarlo a la izquierda; en el otro costado de la plaza se encuentra la Casa de la Carpintería, vestigio lateral del proyecto renacentista de Juan de Herrera. Divide el edificio a la mitad con precisión de jurista el arco de la sangre, una oquedad que, como si fuera el ojo del Gran Hermano, me mira insolente haciendo alarde de experiencia. Bajo los soportales, la confitería Santo Tomé, famosa sobre todo por sus mazapanes, un dulce elaborado originalmente para los pobres que hoy compran las clases medias. Al volver la vista, me doy cuenta de que sigo frente al pequeño zócalo que queda entre los dos restaurantes americanos, dudando cuál elegir, absorbido por un maniqueísmo consumista de líneas espectrales.