CRÓNICO
Ricardo Gómez López
Este era otro de esos días en que hasta patear piedras no tenía sentido. Antes por lo menos me servía de desahogo, pero un chute más o un chute menos no harían mella a mi futuro… a no ser que apellidara «Pelé» o «Maradona».
Hoy, al abandonar la población rumbo hacia donde mismo fui ayer y anteayer y ene antes de ayeres, o sea a ninguna parte, me di cuenta de que los años en la Universidad no lograron capacitarme para tanto vagabundear; eso sólo se aprende en la calle. Seis, ocho meses; un año, dos…, ya perdí la cuenta y mi título está arrugado de tanto paseito por oficinas y empresas, y al final nada: Una promesa por aquí, un a lo mejor por allá, una dato amigable que no funciona, etcéteras y más etcéteras; entonces, ¿qué hace un joven sin trabajo y sin un centavo, aparte de hacerse viejo y más pobre?
Era un cuarto para las doce del día y se me había acabado el repertorio de paseos ciudadanos. Mi billetera le entregó su último suspiro a ese bus, del cual me bajé en la histórica Plaza de Armas. Allí quedé como un autómata sin baterías, sentado en uno de sus bancos y me puse a contar los minutos, las personas, los ruidos, los bocinazos, las baldosas… Las baldosas, allí estaban, entre las baldosas mirándome una moneda. Por la razón o la fuerza eran míos, yo los vi primero y lo que esta botado es del que lo encuentra, así que vengan esos cien pesitos. Un regalo para este pobre mortal…, por lo menos alcanza para un helado.
Un bocinazo provocó un desordenado aleteo de las palomas que se asilaban en la Catedral, y doce en punto en todo el territorio indicaba el reloj. Buena hora para tomarme uno de chirimoya con crema.
Me dirigí a la heladería más próxima. La camisa mojada era el mejor testigo de los 32 grados de temperatura. El helado vino a calmar mis laboriosas glándulas sudoríparas.
Volví a sentarme en otro lugar de la plaza, y cuando el barquillo del helado moría crujiente entre mis mandíbulas… allí sobre el césped recién podado, relucía un hermoso número cien coronado a lo Julio César con bellas espigas cobrizas ¡Qué casualidad, cien pesos otra vez! Al parecer la suerte me tendía una mano: Encontrar doscientos pesos en pleno centro de la ciudad, a las doce del día, era como para pensarlo un poco.
Del césped a mis manos y de allí al kiosco de diarios a comprar uno de los periódicos matutinos que en sus páginas comerciales traería la noticia de que tal vez a lo mejor quizás seguramente por fin encontraría trabajo (¿Qué significará esta persona descuartizada al lado de una belleza en tanga?). Después de hojearlo me di cuenta de que fueron cien pesos mal gastados.
Di una vuelta por el paseo peatonal, para vitrinear un poco y matar, por enésima vez, el tiempo. Parado frente a un escaparate vi el reflejo de mi «pinta» descuidada, o gastada, con síntomas crónicos de cansancio, de fantasma atorrante queriendo escapar de esos cristales…
‑¡Hola! ‑dijo una voz a mi espalda.
Me volví y Anita María me obsequió una sonrisa de modelo de televisión.
‑¡Hola! ‑contesté sorprendido y ruborizándome. Automáticamente le di un beso en la mejilla.
-¿Andas de compras? ‑me consultó.
‑Eeh… sí… casi… o sea ando cotizando, cotizando primero…. tú sabes, hoy por hoy no es llegar y meterse a comprar a la primera tienda que encuentres…
‑Mira, se te cayó una moneda ‑me dijo, a la vez que se agachaba a recogerla.
Yo un poco turbado le comenté que no era mía, pero ella insistió; era como lógico, pues en ese momento habíamos quedado solos frente a una vitrina y ella llevaba una carpeta cerrada, así que era poco probable que se le hubiese caído… ¡Pero más improbable era que se me hubiese caído a mí…, a no ser que; ¡Oh no, el periódico no lo había cancelado! Pero si lo cancelé… ¿O no?. Sentí su mano que dejaba caer la moneda en el bolsillo de mi camisa.
Anita María era mi sueño de mujer. Pero ¿qué podría ofrecerle un tipo en mi situación? ¿Tal vez mi capital de amor en dólares? ¿Promesas a crédito quizás? ¿O simplemente el amo de casa perfecto que cocina de maravillas? ¡No! Así que, por mientras, o por siempre, me conformaré con soñarla mía… Tal vez si encontrara trabajo…
‑Se te ve preocupado, desde que saliste de la universidad te noto como más serio ‑lo dijo como compadeciéndome.
‑Es que me ha tocado trabajar duro y además vivo solo así que después del trabajo tengo que llegar a hacer mis quehaceres domésticos ‑le respondí como si fuese una disculpa.
‑Y tú, ¿cómo estás, cómo te ha ido? ‑pregunté despreocupadamente.
‑Bien, bien. Oye, dame tu número de teléfono, creo que lo extravié, así te llamo y nos ponemos de acuerdo para encontramos algún fin de semana ¿te parece?
‑Claro, por supuesto; anota.
Mientras apuntaba el número, miró su reloj y exclamó:
¡Huy! me pilló la hora, ¡Chao! te estoy llamando
‑Claro… ¡Chao!
-¡Uff! qué alivio y qué pena… qué gran peso… cien pesos… ¡Qué hace un condenado de amor con cien pesos?… Bueno… cien pesos… cien besos le daría…. cien pesos; aquí vamos otra vez. ¿Cuánto costará el pasaje al infierno?