Lo acaba de advertir el rey mientras despedía al gobierno que sale y daba la bienvenida al gobierno que llega.
Hace algo más de diez años, un día, el informativo de Televisión Española nos puso al corriente de la renovación de la flota de aviones de Iberia. A un costo de 2.500 millones de dólares y durante seis años, unos 80 nuevos aviones irían sustituyendo a los existentes, pero más que la noticia me llamó la atención entonces el tono de despilfarradora euforia con que el locutor anunciaba la buena nueva y que, además, completó con las ya tradicionales estadísticas que situaban la orden de compra española como la más importante, por su volumen, de la historia de Europa. O lo que es lo mismo, que nunca antes un país europeo se había gastado tanto dinero comprando aviones.
Me llamó la atención el desmedido entusiasmo del locutor del informativo porque tú, como yo, seguro que estás acostumbrado a escuchar las quejas de quienes luego de ir de compras al supermercado, regresan a casa lamentando los precios que debieron pagar. “¡Cincuenta euros y no he podido comprar ni la mitad de lo que necesitaba! A nadie, en esas circunstancias se le ocurre volver a casa para comunicarte entre saltos de alegría que acaba de hacer una compra ruinosa y que ningún vecino se ha dejado tantos cuartos en la registradora del supermercado. Nadie te va a confesar alborozado que ha batido el récord del barrio en pago de facturas.
Siguieron pasando los años y sucediéndose las compras y los gastos millonarios en el mismo exultante tono: aeropuertos sin aviones, trenes de alta velocidad sin pasajeros, estadios olímpicos sin deportistas… Los campos se llenaron de hoyos, pero no para sembrar patatas sino para “birdie”, para “eagle”, dado que pronto nos convertiríamos en el país europeo en contar con más campos de golf.
Otro día, volví a asistir en el mismo informativo a una nueva exhibición de júbilo, tan exultante como la que citaba al principio, cuando nos informaron la compra, a cargo del Ministerio de Defensa del Estado español, de 24 misiles estadounidenses Tomahawk.
A un coste de 72 millones de euros, la operación incluía la integración de los artefactos en fragatas y submarinos. Con la elegancia que requería la noticia y el imprescindible toque de entusiasmo que aportó el locutor, la armada española dispondría de un misil capaz de alcanzar un objetivo situado a 1.600 kilómetros de distancia con un margen de error de sólo diez metros y sin necesidad de arriesgar a sus pilotos. Todo lo cual, agregaba alborozado el locutor, “posibilitará que España se convierta en el tercer país del mundo en disponer de dicha arma, tras Estados Unidos y Reino Unido”. El uso de los misiles, siguió el locutor ponderando las virtudes de la compra, quedará limitado a las ocasiones en que las Fuerzas Armadas españolas operen en coalición con las de Estados Unidos.
Nadie, cuando vuelve del supermercado, extiende regocijado su compra sobre la mesa mientras declara al resto de la familia, entre ovaciones, que acaba de hacer la compra más cara del año y que sólo el vecino del 2-B y el del 1-A han comprado tantas y tan caras angulas.
Lo normal es que tus compras en el supermercado se discutan en familia, se cotejen los precios, se comparen ofertas, se elija el día más adecuado, se busque la mejor manera de comprar lo imprescindible y pagar lo inevitable. Y a nosotros, al menos todavía, no hay cláusula de compra, como en el caso de los misiles, que nos obligue a que la merluza que compramos en la pescadería, además de pagarla, debamos comérnosla con la dependienta, pero quienes regían los destinos del mercado que, por cierto, siguen siendo los mismos que hoy lo dirigen, no compartían nuestra desconfianza y hasta lamentaban no haber gastado algunos millones más en circuitos para Fórmula-1, familias reales, guerras de perejil, visitas del Papa, finos trajes o medallas de oro del Congreso estadounidense, aunque fuese a costa de eliminar subsidios, de recortar derechos, de aumentar el desempleo.
Claro que, había una clara diferencia entre sus compras y las nuestras que explicaba por qué a nosotros nos alarmaba e indignaba el despilfarro y a ellos les daba risa, y es que nuestras cuentas debíamos pagarlas nosotros y las de ellos… también.
Hoy, mientras siguen, porque siguen los mismos, multiplicando dislates y beneficios, ya en otro tono, nos reprochan haber vivido por encima de nuestras posibilidades y nos anuncian, sin cuidar ni el disimulo, como si ni si quiera conserváramos la memoria, que vienen tiempos muy duros y que, a partir de ahora, hay que pagar el café.