Revista Opinión

Crujir de dientes en Waterloo

Publicado el 13 diciembre 2015 por Miguel García Vega @in_albis68
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waterloo_finalSe acaba el año y aún no publiqué mi post sobre la Batalla de Waterloo (1815) de la que este verano se cumplió el bicentenario. El 18 de junio, en aquellos campos belgas, más de 200.000 hombres habían quedado para matarse entre ellos. De un lado los franceses al mando de Napoleón, del otro una coalición de holandeses, prusianos e ingleses al mando de Wellington.

Tras 10 horas de batalla, el resultado fue la derrota y destierro de Napoleón, el fin de la dominación francesa del continente y la confirmación de Gran Bretaña como la nueva gran potencia europea. Y, sobre todo, supuso unos 50.000 muertos. Para 10 horas de matanza no está nada mal ¿verdad?

Aunque yo he venido hoy aquí a hablar de dientes.

Siempre es un problema serio perder la dentadura. Un problema de salud, principalmente, pero también estético. Por eso, desde siempre, quien se lo ha podido pagar se ha puesto dientes postizos cuando ha perdido los suyos. Ya en la antigua Roma se usaban postizos de marfil sujetados con hilos de oro.

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Pero volvamos al s. XIX, porque Waterloo tiene algo que ver con todo esto de los dientes, no se impacienten. En aquella época, las falta de higiene dental y la creciente afición por el azúcar estaba haciendo estragos entre las piñatas más distinguidas de Inglaterra. Como decía, aparte de los problemas para comer, la falta de dientes hace que se hundan las mejillas –envejeciendo el aspecto– y que se tengan problemas para hablar con claridad. Por eso la gente pudiente se ponía prótesis que, aunque no mejoraban mucho la cuestión práctica –seguían siendo inestables e incómodas para masticar– resolvían un poco el problema estético.

Las prótesis tenían sus ventajas y desventajas. A saber.

Había dos tipos de prótesis en el mercado: las ‘artificiales’ y las naturales. Las primeras eran dientes de hueso o marfil extraído de cuernos de animales. El aspecto era aceptable y permitían sonreír con cierta soltura. El problema de éstas era que no tenían esmalte, con lo que la caries atacaba rápidamente. El resultado eran dientes infectados, mal sabor y peor aliento.

BDA
Las naturales eran piezas dentales provenientes de otras personas. Tenían la ventaja del esmalte, pero la desventaja del precio (doblaba o triplicaba las anteriores, que ya eran caras) y de que debías convencer a otra persona para que se las arrancase y te las vendiera. Se hacía, por un precio casi todo es posible, pero no era fácil. Quien tenía dientes los necesitaba para sí y pocas personas estaban tan desesperadas para venderlos si conservaba una buena salud dental. Y los más pobres era raro que mantuvieran muchos dientes que cotizaran bien en el mercado.

La solución supongo que ya se la imaginan, arrancárselos a los muertos. La ventaja está clara: es menos fatigoso convencer a un muerto de que nos ceda su dentadura;  además, solo hay que pagar a quién se la arranca, lo que abarata el producto. La desventaja es que muchos de los donantes, ya fueran ajusticiados en la horca o cadáveres desenterrados muertos por enfermedad, no eran muy fiables. A saber qué te podían contagiar, los pobres.

Waterloo Teeth

Y aquí, pacientes lectores, llegamos a Waterloo. Ahora que ya son casi expertos en historia de la odontología comprenden que el mejor donante de dientes postizos es un soldado joven muerto en batalla. La guerra de la Independencia norteamericana (1775-1783) ya había supuesto un filón para los comerciantes ingleses de dientes premium. Con Waterloo –50.000 almas, recuerden– vieron el cielo abrirse. Un golpe de suerte, un empujón para la economía. Napoleón se llevó un buen puñetazo, pero miles de dientes de otros fueron los que se esparcieron por toda Europa. El muerto al hoyo y el vivo al turrón de Alicante.

Crujir de dientes en Waterloo
“The field of Waterloo” (1818), Joseph Turner

De toda la vida, cuando acababan las batallas, se han saqueado las pertenencias de los muertos y heridos que no podían defenderse; algunos eran rematados, más que por la patria, por unas buenas botas, lo que a estas alturas no se si es bueno o malo. El soldado llevaba lo poco que tuviera de valor encima, no había cajeros. A Waterloo, como a toda gran batalla con gran cantidad de carne de cañón, acudieron saqueadores del pueblo y alrededores. Toda batalla tiene sus mercaderes, siempre hay un buen negocio a la vista.

Monedas, joyas, armas, un abrigo… y unos buenos incisivos o colmillos en perfecto estado podían suponer ingresos para pasar una temporada. La carnicería, además, acabó con el ocaso, así que al resguardo de la penumbra pudieron extraer muchos dientes. Algunos autores sostienen, no obstante, que la mayoría de piezas arrancadas a los muertos se hicieron no en directo en el campo de batalla sino posteriormente, en las fosas comunes preparadas al efecto.

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En todo caso, las “dentaduras de Waterloo” inundaron el mercado inglés (sobre todo, aunque no únicamente)  y se hicieron famosas. Y muy preciadas. La marca “Waterloo Teeth” se convirtió en algo así como la manzanita de Apple de la ortodoncia. Tanto que se vendieron muchas más dentaduras de Waterloo que soldados participaron en aquella batalla. Algunos de esos supuestos piños pata negra cruzaron el Atlántico y se vendieron en Estados Unidos.

Para el cliente suponía esquivar la posibilidad de una dentadura de anciano muerto por enfermedad y adquirir unos magníficos dientes de un joven apuñalado o acribillado en Bélgica a balazos. Ni comparación.

Durante un tiempo se siguieron vendiendo muy bien, aunque los muertos los pusiera la Guerra de Crimea o la guerra civil americana. Indistinguibles, oiga.

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Luego llegó la porcelana, que a medida que se fue perfeccionando fue dejando atrás a los dientes humanos. Sobre todo a partir de un orfebre inglés llamado Claudius Ash, que empezó a remachar la porcelana con planchas de oro y plata para evitar esquirlas y mejoró el sistema de sujeción. Ya se podía hablar y masticar de una forma casi normal.

Así se fue abaratando el precio sin estar pendientes de las fluctuaciones del mercado, podía ser ruinoso un largo periodo sin muchos muertos con que abastecer el negocio.

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