(viene de) Cada vez creo menos en las casualidades. Por lo menos, en ciertas casualidades. Y es que no es fácil hacerlo cuando te enteras de que, por ejemplo, después de legislar a favor de la posibilidad de recalificar un terreno quemado, casualmente se intensifican los incendios forestales en la zona; de que, tras nombrar consejero de Sanidad a un accionista de una aseguradora privada, casualmente se privatizan centros hospitalarios y se los adjudica justamente a esa misma empresa; de que en el momento en que los mercenarios sin honor a sueldo de las potencias del sistema en Siria parecen estar siendo derrotados, casualmente el Gobierno ataca con armas químicas proporcionando la excusa perfecta para que estas intervengan militarmente… lo siento, tengo que dejar de hablar de este asunto a riesgo que ponerme a hacer limpieza general en las cúpulas del poder. Y no me refiero a la que se realiza con el trapo y la escoba.
Mejor volvamos al tema que nos ocupa: por lo que acabo de decir, encontrar a mi antiguo conocido tan lejos de su casa y del lugar como prestaba sus servicios como caballero de nuestro amado monarca me hizo desconfiar un poco. Aunque, en realidad, ¿qué debería de temer de él? Era improbable que hubiera decido acosarme después de tantos meses sin vernos, y nada podía tener en mi contra. Así que mi actitud, aunque cauta, fue amable y distendida.
-¡Vaya sorpresa! ¿Qué te trae por estas tierras? Te hacía en Quermançó, manteniendo a raya a los francos.
Él bufó, hastiado.
-Le dije a mi señor el rey don Jaume que era una mala idea. El asalto de hace dos años no fue más que una demostración de fuerza y no hacía falta dejar una guarnición en ese castillo dejado de la mano del Altísimo. Pero ni me escuchó. Me ha costado todo este tiempo conseguir que me sacara de allí y me diera una misión algo más entretenida.
-Algo de lo que me congratulo –manifesté. No añadí de momento nada más, esperando que fuera él el que llenara el incómodo silencio, y así fue; dos segundos más tarde ya me estaba comentando que estaba sirviendo de escolta a un alto dignatario de la corte presente en el concilio templario que se celebraría en breve en la ciudad-. Ya sabes que hay pequeñas fricciones entre la Orden y el Reino, como el tema de Tortosa, por ejemplo, que van a tratarse allí. Pero ¿a ti qué voy a contarte? Debes de ser la persona mejor informada del tema.
Yo enarqué las cejas y ladeé la cabeza, componiendo mi mejor expresión de estupefacción.
-¿Informada de qué? No entiendo.
-Proteges a un alto dignatario del Temple que viaja de incógnito, ¿no es cierto? –yo tragué saliva. ¿Cómo podía haberse enterado alguien? Maldije mi escasa previsión: tenía que haber guardado más celosamente mi identidad; el cielo sabía que tenía demasiados enemigos, y además al parecer se iban incrementando en progresión geométrica, para que cuidara tan poco mi seguridad. Pero mi recién encontrado conocido se compadeció de mí al ver mi gesto.
-Tranquila. Lo que te estoy diciendo no es de dominio público. Pero oí decir a mi protegido que al parecer el alto dignatario al que me refiero prefería viajar solo, con escaso equipaje y escoltado por una mercenaria, que con su comitiva, y además compartiendo su pan con los desfavorecidos.
Me froté la tripa.
-Quizá un poco más de la cuenta –lamenté.
-Lo cual es bastante raro –continuó él-, ahora que lo pienso: esta gente suele derrochar el dinero de los pobres en vino y mujeres, y si les sobra algo se lo guardan para organizar grandes torneos. Bueno, até cabos y me imaginé que se trataba de ti, habiendo cuenta de la amistad que te unía con el personaje, según me contó Joana. Guardaré el secreto, no te preocupes. No pienso contribuir a que esa pareja de degenerados mercaderes que te llevaron a Tierra Santa por cuatro monedas y vuelva a localizarte.
Una sombra cruzó por mi semblante, demasiado ostensiblemente como para que él no se percatara.
-¿Te sucede algo?
Le miré, pensativa. ¿Podía confiarme a él? Decidí que, naturalmente, no: demasiadas personas conocían mi, por decirlo de alguna manera, problema, y aunque Sancho no era en absoluto imbécil dictaminé que tampoco es que estuviera intelectualmente preparado para asumir las consecuencias de lo que podría contarle. Mejor que fuera todo lo feliz que pudiera: yo no tenía derecho a quitarle aquello.
-El recuerdo de Tierra Santa me duele aún. Allí las cosas no fueron fáciles –contesté, inclinando la cabeza.
No estaba mintiendo demasiado. Desde luego, no tanto como lo hacía la corrupta ala derecha de aquella alternancia bipartidista heredera del franquismo que gobernaba los reinos hispánicos en el siglo XXI, con nuestra aquiescencia. Lo cierto es que, durante el viaje a Montpellier, había tenido una de mis ausencias, y lo que había visto en el siglo XXI, el escenario bélico que se preparaba en Siria, más el conflicto de Egipto (ambos formando parte del mismo juego), me había horrorizado. Todos sabéis lo que amo Tierra santa, sus paisajes y sus gentes, en el pasado, en el presente y en el futuro. Y no podía soportar que volvieran a pasar por la misma barbarie. Y la impotencia me enloquecía: últimamente, además, estaba teniendo pesadillas…
Sancho depositó una mirada compresiva en mi rostro y puso una mano sobre mi hombro. Sus labios estaban apretados.
-Lo sé. Lo entiendo. Yo también he estado en la guerra. Pero estoy orgulloso de ti, de cómo te comportaste.
Evidentemente, no había sido para tanto: me limité a vender cara mi vida, como siempre. ¿Qué otra posesión tengo para defender? Pero aquel comentario demostraba que mi antiguo amigo estaba muy bien informado sobre mí. No me preocupó en exceso: la gente siempre suele saber más de mi persona de lo que creo y deseo que lo hagan, aunque ya estoy acostumbrada. Pero no tenía puñeteras ganas de empezar a contar mis desgracias.
-Dejemos esto –zanjé-. He venido aquí a comer y a beber, y supongo que tú has tenido la misma idea. Así que pongámonos al tema, que en un par de días tendremos que trabajar de nuevo y prefiero hacerlo con el estómago lleno y el cerebro animado. Por cierto, creo recordar que me debías una invitación.
-La Eowyn de siempre –consideró él con una sonrisa levemente paternalista. Acto seguido, me recorrió con la mirada-. Solo que un poco más flaca.
-La crisis, hijo mío –respondí.
-¿Crisis? De nuevo con tus expresiones raras –no sabía lo que era la crisis. Se notaba que era de sangre noble-. No te preocupes, si te refieres a que no te ha ido bien en los últimos tiempos, únete a nosotros. No eres la única, y en estas circunstancias todos hemos de colaborar.
Me echó un brazo sobre los hombros y me condujo a la mesa donde sus compañeros se estaban regalando a base de bien con un banquete de cordero a la miel regado con vino de la zona. Fui acogida con alegría y sin más preámbulos me uní a ellos: al principio sentí que se me cerraba el estómago al ver tanta cantidad de víveres, pero las penurias de los últimos días se impusieron y devoré mi parte de aquel manjar y un poco más; por su parte, por mi gaznate pasaron los caldos de las mejores añadas Languedoc. Sin duda estaba viviendo por encima de mis posibilidades, cosa a la que no tenía derecho por ser pobre. Qué pena. Sancho llenaba mi jarra con gentileza, una y otra vez, y en los más interesante de la conversación general se aproximó a mí y me dijo en voz baja:
-¿Compartes la habitación o estás sola?
-Lo segundo, afortunadamente –contesté, satisfecha-. El hermano se ha rascado la bolsa por una vez -y, con fingido aire inocente-: ¿Por qué lo preguntas?
Se echó al coleto un buen trago de su jarra y me dirigió una mirada llena de la intención que estáis pensando, lectores: exactamente de esa.
-Había pensado en hacerte una visita después, si no tienes inconveniente…
-Depende. Tal vez te deje pasar o quizá te estrella la jofaina en la cabeza, según cómo me encuentre de humor. Pero dicen que la fortuna sonríe a los audaces.
De pronto su rostro adoptó una expresión taciturna, reconcentrada y dubitativa, como si tuviera que enfrentarse a una decisión de importancia capital en la Historia de la Humanidad en lugar de mostrarse contento ante la perspectiva de una noche de placer desenfrenado. Hombres, pensé yo: nunca saben lo que quieren. Pero las nubes de su rostro se disiparon en breve y de inmediato siguió departiendo con el resto del grupo, mientras yo hacía lo propio. No obstante, un pensamiento me asaltaba sin cesar, insistente. Creía saber qué es lo que le había pasado a Sancho por la cabeza. Solo había una respuesta posible: nuestro buen caballero se nos había enamorado. Y, aunque la perspectiva de divertirse aquella velada sin duda halagaba su vanidad y satisfacía sus instintos, seguramente le atormentaban los remordimientos por estar traicionando a su dama. Bueno, para mí no se trataba de ninguna tragedia, allá él con su moral que yo ya estaba acostumbrada a dormir sola. Le comenté mis sospechas.
-No tienes ninguna obligación conmigo -concluí-: haz lo que te dicte tu conciencia o tus deseos, sin temer mi repulsa.
Por segunda vez, la turbación pareció hacer mella en el rostro del caballero leonés: yo hubiese dudado seriamente de la pervivencia de mi poder de seducción si hubiera creído que realmente este existía en un grado que se pudiera considerar. Pero, fuera por la razón que fuera, yo le había agradado en el pasado y los menos de dos años transcurridos no habían afectado tanto a mi físico (aparte de algunas cicatrices suplementarias, claro, pero bueno: algunos hasta decían que me sentaban bien. Y la reciente mengua de mis curvas femeninas, claro) para que esa preferencia hubiera cambiado tan radicalmente. Pero de pronto, él volvió a sonreír, negando con la cabeza:
-No, no se trata de eso, Eowyn… Vamos, sigue bebiendo, diviértete. Enseguida estaremos juntos arriba.
Le obedecí con presteza. A la taula i al llit, al primer crit, como decimos en Cataluña. Y. sin embargo, aquella cuestión se resistía a dejar de rodar por mi cabeza: recordé la melancólica y solitaria imagen del castillo de Quermançó: el único lugar de diversión en los alrededores era la taberna de Joana. Y, aparte de Isabel, que nunca fue su tipo, las mujeres que la frecuentaban eran sencillas aldeanas que en absoluto eran del gusto de un caballero refinado, aunque pobre, como era Sancho. Por tanto, el único posible receptor de su sentimiento amoroso en aquellos casi dos años solo podía ser… uno de sus compañeros de guarnición… Cosa que era posible en teoría, sí, pero cualquiera que conociera un poco a Sancho sabría que tenía tantas tendencias homosexuales como yo misma. Entonces ¿quién era su amante misteriosa? ¿Dónde podía haberla conocido? Y, sin embargo, él me había dicho que no se trataba de aquello. ¿Y si no me mentía? ¿Y si no había ninguna mujer? ¿Y entonces?
La respuesta llegó a mi cerebro con una claridad diáfana, abriéndose paso entre efluvios etílicos. Y comprendí que tenía que pensar rápido en una solución (continuará).