(viene de) Seguí bebiendo un rato más, hasta que el entusiasmo alcohólico y juerguista de la concurrencia empezó a mitigarse; no hubiera sido bien recibido que hiciera algo diferente. Entonces, me levanté para retirarme a fin de prepararme mi proyectada entrevista nocturna con Sancho. Mas en cuanto lo hice caí de nuevo desplomada sobre mi asiento.
-Eowyn, ¿te sucede algo? –Sancho mostraba preocupación.
Aquello no me lo esperaba en absoluto.
-Pues… sí –tuve que admitir yo-. Me temo que mis piernas se niegan responderme y que, por si lo primero no bastara, la posada insiste en girar a mi alrededor como un tiovivo anacrónico.
A toda prisa me tendió un brazo para que me sirviera de apoyo.
-Pero… ¡si apenas has bebido! –exclamó con extrañeza.
-Hombre, yo no diría tanto –expliqué como pude-. Aunque también he comido lo suficiente para que una cosa compense a la otra. Joder con el vinillo de Montpellier: creo que ya sé adónde me retiraré en mi jubilación. Además, hay buenos médicos, cosa muy importante en una época en que la salud se vende en cualquier mercado de mala muerte. Pero ¿qué haces? –abstraída en mis palabras, no me percaté de lo que se proponía hasta que ya me había levantado en vilo.
-Voy a llevarte a la cama. Creo que será lo mejor.
-¿Y no íbamos a ser discretos?
-Mira a esa gente. ¿Crees que están en situación de enterarse de nuestra flagrante violación a la moral y a las buenas costumbres?
La verdad, no le faltaba razón. Decidí resignarme al hecho consumado. Entendedme bien: no es que me guste que los hombres me acarreen de un lado a otro como si fuera un saco de patatas, pero la verdad es que me hallaba en una situación en que cualquier tipo de transporte me venía de perlas.
Llegamos a la habitación y mi amigo traspuso la puerta conmigo a cuestas, para dejarme acto seguido suavemente sobre el cobertor. Entonces se quedó mirándome desde arriba, como calibrando hasta qué punto me hallaba yo bebida y qué se podía hacer conmigo en esas circunstancias. Yo aproveché.
-Necesitaría un poco de intimidad. Para arreglarme… ya sabes. Baja y tómate otra a mi salud con esos, y así de paso desmientes las sospechas que haya podido ocasionar nuestra espectacular salida de la fiesta. Anda, sé bueno.
Me obedeció, aunque con expresión nada convencida: parecía estar en duelo consigo mismo. En cuanto hubo cerrado la puerta, me apresuré a desnudarme, venciendo mi debilidad y mi mareo. Me deshice de mi sobrevesta tricolor y de la túnica… lectores, lo siento, esto se interrumpe aquí. Si queríais el relato de cómo me quitaba todas las piezas de ropa hasta quedarme en cueros, lo siento por vosotros. Porque lo que hice fue rebuscar entre mis cosas para colocarme sobre la camisa el gambesón y después la cota de malla, y cubrirme el pecho y las caderas con un jubón de cuero. Me anudé el cinturón de la espada a la cintura, me calcé las botas y a toda prisa metí el resto de mis escasa pertenencias en el saco de viaje. Todo había sido una trampa, no muy bien urdida, pero trampa al fin, estaba segura de ello: la manifiesta lucha interior de Sancho (que, a pesar de sus muchos defectos, que los tiene, en esencia es un hombre de honor) había hecho saltar la liebre en mi imaginación, para no podía haberme escapado antes sin levantar sospechas. Pero ¿por qué no pudo habérseme ocurrido al principio que si el susodicho era hombre del rey, igualmente podía serlo de Blanca? No le habría sido difícil a esa mujer de belleza impresionante y mente clara manipularle en alguno de sus viajes a la Corte: era una Obama femenina y blanca. Además, estaba el hecho, al que yo no había concedido importancia inicialmente, de que el padre de Sancho, que pertenecía a la pequeña nobleza, estaba ligado con lazos de vasallaje al poderoso progenitor de Blanca. ¿Y quién más habría podido averiguar dónde estaba yo y con quién viajaba que ella, que tras lo ocurrido en Gardeny no habría tenido más que sumar dos y dos? No estaba muy segura de si eran los celos (sería un poco patético que, siendo mujer de tanta belleza, pudiera pensar que una chica normalita y poco interesada en el tema como yo pudiera robarle las atenciones de su hombre, pero sabido es que ese sentimiento puede llegar a sorberte el seso, cosa especialmente peligrosa cuando ya de serie no se viene con mucho) o la política, pero estaba segura de que la hermosa y taimada amante del rey estaba detrás de aquella trama y, conociéndola, se imponía escapar de allí a toda prisa. Afortunadamente la ventana no era muy alta, con lo que pude descolgarme por ella con relativa facilidad y silencio aun a pesar de mi estado. En aquel momento no es que me sintiera muy contenta de mí misma, porque creía haber cometido errores garrafales por, como siempre, pensar más en los placeres de la carne que en mi supervivencia; pero me sentía alegre por haber podido escapar antes de la consumación de la tragedia. Al menos, de momento.
Porque, antes de que mi cerebro tuviera tiempo de procesar que había oído un murmullo, dos hombres salidos de la oscuridad me sujetaron férreamente cada uno por un brazo, mientras otra media docena de ellos, bien pertrechados con espadas y hachas, me inhabilitaba la huida acorralándome contra la pared. Desde la ventana de mi cuarto, Sancho, acompañado de dos de sus hombres, me miraba con consternación. Entre mis bufidos e imprecaciones mientras trataba inútilmente de quitármelos de encima, la cortina de hombres armados se abrió y por la grieta entró, naturalmente, la despampanante Blanca, que suspiró como si el destino le confirmara sus temores. A veces es odioso tener razón.
Ella alzó la cabeza, dirigiéndose al traidor.
-Menos mal que estaba preparada por si fallabas. Pero esto podía haberse hecho más discretamente, Sancho. Te dije que era escurridiza como una serpiente. ¿Por qué no ha funcionado la droga que te dije que le echaras en el vino?
Ahora entendía mi repentina debilidad. El sistema siempre intoxicando a sus disidentes. Había sido la abundante ingesta de comida y bebida la que me había salvado: quizá tengan razón los que dicen que la crisis es una oportunidad. No una oportunidad para los recortes, claro. Pero Blanca seguía desbarrando.
-Maldito seas… Seguramente te atrapó entre sus redes, como a todos.
Vaya. Ahora resulta que soy una comehombres. Es interesante saberlo. Las telarañas que adornan mi ropa interior sexy en el fondo del armario van a reírse mucho cuando se enteren.
La inevitable Elvira se colocó al lado de su ama, refrendándola.
-Es una bruja. Somete a los hombres gracias al poder del Maligno.
Aquello ya era demasiado surrealista. Ni la pantomima de los ordenadores del PP y el juez que instruía el caso Bárcenas la igualaba: no pude evitar soltar una carcajada. Los guardias de Blanca me miraron extrañados (y tal vez algo temerosos después del apelativo con el que me había bautizado Elvira), y yo aproveché para dirigir los codos hacia sus respectivas tripas, soltarme y escabullirme (sí, como una serpiente) por entre las piernas de la hueste armada entre la confusión y salir de allí a toda prisa. Como siempre, mi mejor baza es la sorpresa, el hecho de que a los hombres, incluso a los que ya me conocen, les resulte increíble que una simple mujer pueda hacerles frente: el día que la pierda tal vez lo haya perdido todo porque, por otra parte, mis cualidades como guerrera son bastante justitas.
Pero soy rápida. A toda velocidad doblé la esquina de la casa para dirigirme a la parte delantera, al lado de la cual estaban las cuadras. Si podía coger mi caballo habría vencido: luego ya me dedicaría a planear qué escarmiento podría reservarlos. Y Guillaume me iba a oír la próxima vez que lo viera. Vaya si me iba a oír: todo aquello era por su culpa. Me acercaba ya a la puerta del establo, unos pasos más, solo unos pasos más y…
Sancho aterrizó desde las alturas justo ante mis narices. El caballero leonés sí que me conocía bien, y había atravesado la posada a toda velocidad para saltar por la ventana ante la cual sabía que yo iba a pasar para dirigirme a las cuadras. Los segundos que me estaba haciendo perder fueron básicos para que mis otros perseguidores se acercaran demasiado. Intenté esquivarle, pero él fue igual de rápido.
-Dime al menos a qué obedece todo esto –yo no me rendía, y continuaba esperando un segundo de distracción para salir corriendo antes de que los otros llegaran. Pero era inútil: en cualquier caso, me atraparían. Oí la voz de Blanca a mi espalda.
-Yo te lo diré. Aunque te parezca raro, el único propósito que persigo es evitar una guerra.
Aquellas palabras me hicieron detenerme. Tenía razón: el bando de Blanca estaba en contra de la Cruzada; incluso Jaume lo estaba. No por los motivos adecuados, claro, pero aquello no importaba. Mi deber era apoyar a cualquiera que pudiera detener otro alud de sufrimiento humano. Que tal vez fuera definitivo. Aquí, o en el siglo XXI. Tenía que hacerlo. Me volví a medias hacia Blanca…
-Quizá antes que la traición tendrías que haber probado el diá…
Pero Sancho no me dejó terminar.
-Lo siento mucho, Eowyn –dijo, una décima antes de estamparme un puñetazo en la base de mi mandíbula izquierda (continuará).