Revista Opinión

Cualquier cosa menos la guerra (III)

Publicado el 11 septiembre 2013 por Eowyndecamelot

(Viene de) Respiro humo, sangre, estiércol y podredumbre: siento en mi garganta ese hedor, sin saber si procede del campamento enemigo, de la ciudad que queda a ms  espaldas o de mi misma. Mi brazo está agotado y mi cuerpo casi paralizado del dolor de las heridas, superficiales pero numerosas; y sin embargo, al mismo tiempo me hallo poseída por una especia de furia destructiva que no deja descansar a mi espada. Claro que ¿cómo podría? Llueven saetas y los enemigos surgen de la nada, innumerables, como si alguien hubiera establecido un criadero en la base de esta muralla que escalan con tanta facilidad. Oh, pero no les doy tiempo a llegar arriba, no. Caen, uno detrás de otros, acompañados por los gritos que profiero y que ni siquiera yo puedo entender: tal vez no tengan sentido. Y de pronto la certidumbre me atraviesa más certera que cualquier arma: son personas. Seres humanos. Como yo. ¿Por qué les estoy masacrando? ¿Qué me hace mejor que ellos? ¿Qué me da derecho decidir sobre su vida o su muerte? Pero lo sé, lo sé. Es toda esa gente que está detrás de las murallas. Ya solo les queda su vida y las de las personas a las que aman, tras sus casas destrozadas por el fuego de las flechas incendiarias, por las piedras de las catapultas. ¿Qué han hecho para merecer esto? La comida escasea, pero nuestros atacantes no esperarán a que muramos de inanición: tienen previsto un desenlace más rápido. Expeditivo. Sangriento. Salvaje. Que les permite ahorrar tiempo y provisiones, ¿a qué me recuerda esto? Me niego a pensar en las escenas de horror que se sucederán a mi alrededor. No siento pena por los soldados que luchan a mi lado, oh, sé que los añoraré cuando se hayan ido como tal vez ellos a mí, pero ellos han elegido, nosotros hemos elegido. La gente del pueblo no. Los desahuciados por la fortuna, las víctimas de todos los conflictos, no. Ellos solo querían vivir en paz. ¿Por qué han de morir? ¿Por qué cualquier contienda se desarrolla siempre de la manera más inhumana, por qué es tan difícil vivir y luchar con honor?

Pero ¿de qué hablan ahora? Dicen que todo está perdido. Me instan a que huya a la fortaleza pero ¡no puedo hacerlo! ¿Cómo dejarles que mueran solos, cómo hacerme cómplice de las atrocidades del saqueo? Una muerte rápida y limpia para todos, al menos, solo pido esto, mejor que los horrores del cautiverio: que ninguna madre tenga que ver cómo perecen sus hijos, ningún huérfano solitario llorando en mitad del horror sin entender que su vida es ahora la peor de sus pesadillas, ninguna mujer usada por la soldadesca y luego arrojada a la cuneta, muerta o desfigurada. Una sola vida que salve, una solo espanto que impida, a costa que lo que sea, ya será algo. ¿Por qué ellos dicen que todo es inútil? No pienso huir y sé que él se quedará a mi lado. Pero ¿por qué dejo que me conduzcan fuera? ¿Por qué no puedo impedirlo? ¿Por qué le tengo tanto aprecio a este cuerpecillo y a esta vida miserable, miserable también porque mi cobarde aquiescencia me hace cómplice de la crueldad más absoluta? No puedo irme. Pero ¡quiero irme! Maldita sea, a pesar de todo, ¡deseo vivir! ¿Esto me hace igual a ellos?

Unos dedos como garfios se clavan en mis brazos; como si no tuviera ya bastantes morados. Me agitan con violencia. Pero este enemigo va a morir, como los otros, y si no lo consigo me mataré antes que quedarme a su merced y a la de sus compañeros: lo cual, por cierto, es algo que suele frustrarles bastante. Y sin embargo… ¿por qué me siento tan débil? ¿Por qué me funciona ninguno de mis trucos? ¿Dónde está mi espada? La voz grita en mis oídos palabras que me cuesta descifrar.

-¡Despierta, Eowyn, despierta de una vez!

Abrí los ojos. El sol abrasador del desierto de Tierra Santa, las murallas derruidas, los enemigos cayendo muertos a mis pies, mi espada ensangrentada, las escenas de pillaje, había desaparecido, fundidos en la oscuridad de una fresca noche de verano en la escasamente glamurosa estancia del palacete de Montpellier donde estaba recluida, y encadenada a la cama, por orden de Blanca. A la luz de la vela vi el rostro ansioso de Sancho.

-Menos mal –respiró hondo-. Pensé que no te despertarías. Llevas toda la noche con la misma pesadilla.

La presión de sus dedos en mis brazos se había reducido, pero seguía teniéndome agarrada como si temiera que fuera a alejarme de nuevo hacia regiones infernales. Intentando concentrar en mi voz todo el odio que había en mi pecho, le solté:

-Aléjate de mí, gusano inmundo, engendro de Satanás, asqueroso resultado del holgorio entre una perra callejera y un cerdo leproso. Aléjate antes de que te arranque los ojos a mordiscos. Eres más villano que Bárcenas, más servil que Rajoy, más hipócrita que Obama, más retorcido que Mas y más desgraciado que el presidente de la CEOE o los responsables de ADIF, y no me importa que no sepas a lo que me refiero porque no pienso explicarte mi vida. No tienes vergüenza ni honor y nunca los has conocido. ¿A qué estas esperando? ¡Lárgate antes de que te arree! -recuperadas las fuerzas, y en respuesta al viaje que me atizó él al capturarme, y a muchas más cosas, mi puño se estrelló contra su estómago. Se le cortó la respiración un momento, quizá más por la sorpresa que por el dolor, pero se recuperó a tiempo de sujetarme las manos para evitar una tanda de hostias.

-Tranquilízate, muchacha. Entiendo tu cólera. Yo haría lo mismo en tu lugar.

-Me importa un rábano si me entiendes o no, hijo de puta. ¿Quieres saber por dónde me meto tu comprensión?

Él me apretó más fuerte y me zarandeó, en su esfuerzo por disculparse.

-Maldita sea, ¡sabes que cumplía órdenes! Soy vasallo del Rey, pero también del padre de Blanca. Hice un juramento –parecía desesperado por obtener mi perdón. Pero yo no pensaba ponérselo fácil.

-En principio, quítame las manos de encima –así lo hizo, con gesto conciliador, y yo continué-: Hablas de compromisos y honor, pero olvidas que estás traicionando a tu señor por Blanca –al parecer, tan mudable era como las opiniones del PP sobre la prensa o el COI según esta o este vaya contra ellos o a favor, o quizá tan maquiavélico como todos los que manejan los conflictos actuales-. Y, por cierto ¿qué haces en mi habitación, o en mi celda, o lo que coño sea esto? Que sepas que la invitación que te hice ayer ha quedado sin efecto, por si a estas horas aún no te habías dado cuenta.

Él resopló, agobiado por no encontrar las palabras justas, o tal vez porque yo estaba resultando más dura de convencer de lo que imaginó. Se alejó de la cama y fue a sentarse en una de las sillas tachonadas en cuero que constituían parte de los escasos muebles de la estancia, junto con una mesa de roble y un arcón labrado.

-Vine porque me tenías preocupada. Yo duermo en la habitación de al lado…

-… sí, no sea que me vuelva a escapar. Llevándome la cama y las cadenas, que pesan poco…

Él me ignoró:

-… y oí cómo hablabas en sueños. Quise ver qué te sucedía –me miró con aires de misterio-. Es curioso: creí que te conocía bien pero me he dado cuenta de que estaba equivocado.

Ignoré su afirmación: realmente, me traía sin cuidado el grado de conocimiento que aquel individuo tuviera o no de mí. Por el contrario, recordé la última vez que había sufrido la misma pesadilla. Entonces había sido mi amigo el que me había despertado, con una exagerada mueca de preocupación en su rostro que yo había tratado de aligerar con escaso éxito.

-No es más que una pesadilla absurda. No le des importancia, yo no lo hago. Mejor será que vuelvas a tu cama e intentes dormir. Mañana tenemos que continuar con nuestro camino; ya que no comemos, al menos durmamos un poco más, que es gratis.

Él había hablado inmerso en sus pensamientos, como si no pudiera escucharme, con una oscura sombra en la mirada.

-No lo sabía. No quise saberlo. Me aferré cobardemente al pensamiento de que todo estaba bien, pero me equivoqué: es evidente que nunca dejó de torturarte el recuerdo de Acre, aunque jamás hayas querido reconocerlo, ni ante ti misma.

Aquello me había hecho enmudecer: maldita sea, había adivinado mi secreto. Mi edificio costosamente construido de mujer fuerte e indiferente se desmoronaba ante su mirada. No podía permitirlo: me puse a la defensiva.

-Es una afirmación muy aventurada por tu parte –le había dicho, desafiante.

-Deberías reconocerlo. Te sentirías mejor. Sabes que yo estoy dispuesto a escucharte.

-Oh, claro –ironicé yo-. Si me echo en tus brazos y confieso, entre lágrimas,  que, no deseo seguir viviendo en un mundo donde el ser humano puede llegar a tales extremos de salvajismo, donde no tienen suficiente con asesinar a las personas sino que además se recrean en ello, donde no tienen suficiente con asesinar a las personas sino que además asesinan la esperanza y la ilusión, todo desaparecerá, ¿no es cierto? Además, está el peligro de la violación de los votos, de los tuyos y los míos, que a mí tampoco me faltan: tú no puedes acercarte a las mujeres y yo no quiero acercarme a los hombres. Al menos, a aquellos a los que no pueda abandonar a la mañana siguiente sin sentimiento de culpa.

Él había obviado mi levemente extemporánea declaración.

-Lo que te sucede… esos sueños… No eres la única. He visto hombres que han luchado años sin desfallecer un segundo. Y de pronto, un día… el horror de las batallas se cobra su tributo. El recipiente interior que tenían para guardarlo se desborda, y lo hace calladamente. El mundo acaba ese día para ellos. Olvidan todo, incluso que tuvieron una causa o una familia. Se van, desaparecen, se vuelven eremitas o predicadores locos.  O se dejan matar por los enemigos o morir en cualquier esquina de inanición. No quiero que te guardes tu dolor. Ni quiero que sigas peleando, ni por dinero ni por causas justas.

Le había escuchado con atención, pero al final meneé la cabeza.

-Lo que me sucede es otra cosa –o, tal vez, era otra cosa además de aquella. Él había hecho una mueca interrogativa. Yo especifiqué.

-Supongo que en parte es la llegada del siglo XIV. Presiento, todos presentimos, que no será uno de los mejores períodos de la historia de la Humanidad. Pero no es completamente eso. Ni siquiera la nueva guerra anunciada en Siria en el siglo XXI; ni que la ofensiva de la oligarquía, esos que crearon un Tercer Mundo para labrarse la lealtad de la gente del Primero, y después no tuvieron suficiente y necesitaron engrandecer las fronteras del Cuarto hasta que lo engulló todo, parece estar llegando a sus últimas consecuencias. Tal vez es que me he cansado de nada cambie. Tal vez es la impotencia y la soledad que siento viendo cómo el sistema nos roba las rentas de nuestro trabajo, nos deseduca y triunfa en desviar el descontento por la injusticia y la desigualdad con cuestiones lícitas, pero también baladíes, como la forma que ha de tener un Estado, por ejemplo, apelando a las pulsiones humanas más bajas de un lado o de otro, inventando razones para el odio mutuo, sin que les importe que están encendiendo un polvorín. Aquí o allí hay muchos frentes abiertos, pero todos nos concentramos en patriotismos o religiones como si fueran lo esencial,  que casualmente son sentimientos que pueden ser empleados perfectamente para apoyar los intereses de los poderosos.

Él había sonreído con tristeza.

-Una vez te mentí al decirte que quizá yo también podría hacer tus viajes en breve. Lo hice para que me pensaras que me quedaba esa opción frente a una situación de peligro extremo. Pero, a pesar de este, puedo seguir el hilo de tus pensamientos casi como si fueran los míos. Y lo que dices no me gusta. Aunque yo sea, de alguna manera, parte de esa gente cuyo comportamiento tú tanto odias

La última frase fue la razón por la que yo, aquel día, me había prometido traicionarle: si ni siquiera podía arrastrar a mi causa a quienes me daban la razón, si él, como tantos otros, era capaz de dejarse arrastrar a un conflicto sólo porque alguien pronunciara las palabras “Dios” (el dios que fuera) o “patria” (cualquiera de las posibles), aunque en el fondo supiera que todo aquello era, en su casi totalidad, mentira, entonces mi causa necesitaba todo el apoyo que yo pudiera recabar. Yo misma, por de pronto.

-Esto último te ha quedado muy bien –le espeté a Sancho con ironía, dejando atrás los flashbacks-. Casi he llegado a creerme que te importaba mi estado de ánimo. Anda, sigue.

Enlazó férreamente los dedos de las manos, apoyando los antebrazos en sus rodillas. Al hacerlo, su codo chocó con su cinturón y escuché el tintineo de unas llaves. ¿Sería tan imbécil como para llevar al cinto el pasaporte a mi libertad? Tal vez no tonto, pero en cualquier caso excesivamente seguro de sí mismo. No me sería muy difícil atraerle a la cama con la excusa de concederle alguna prerrogativa carnal, y luego arreglármelas para ponerle fuera de combate. Una vez conseguido esto, sabría escabullirme de aquel palacete: las numerosas ocasiones en las que, por desgracia, he estado retenida contra mi voluntad me han convertido en una experta en fugas tal que ni Clint Eastwood largándose de Alcatraz podría superarme. Y así mi amigo se vería de libre de la disyuntiva de tener que elegir entre mi vida y su honor de templario.

-El rey no quiere una Cruzada. No está dispuesto, desde luego, a financiarla, ni desea que se produzca. Pero no es consciente de que en cuanto más facilidades concede al angevino, y los términos desiguales del pacto de paz que se está fraguando con este lo son, más cerca estará Carlos de Anjou de propósito de armar una nueva guerra en Tierra Santa. Y es de esperar que el Papa no le hará ascos a la idea; aunque hay que decir que Clemente no parece muy belicoso.

-Entiendo. Y Blanca se cree mejor reina que Jaume, ¿no es así? Más experta. Y tú su consejero real. A ver si espabilas, Sancho: que Jaume II tiene poca idea de reinar, de esto no cabe la menor duda. Es bastante habitual que los elegidos como gobernantes o mandamases varios sean los menos adecuados a tal efecto; podría explicarte una historia muy divertida acerca de que cómo un reino perdió la organización de un importante torneo que le proporcionaría riquezas sin cuento por culpa de la costumbre establecida de elegir a los consejeros reales basándose en el peso de sus familias o en su habilidad para explotar al pueblo en lugar de en su inteligencia. Pero que tú y Blanca, más su padre, más los dos o tres nobles descontentos que formáis parte de este conciliábulo, creáis que podáis mejorarlo… pues permíteme que lo dude.

Se inclinó hacia delante, aparentemente indignado.

-¿Y eso qué importa? ¡Sólo nos guía la paz y el bienestar del pueblo!

-Y un cuerno. Las peores guerras se han hecho apelando a la paz. Lo que queréis es que la fuerza militar de los reinos hispánicos y sus recursos económicos se concentren en defenderos de los moros que amenazan vuestras tierras. No se requiere una elevada dosis de inteligencia para notarlo. Y también sé qué os proponéis capturándome. Queréis presionar a mi amigo para que tuerza las voluntades del Temple en esta cuestión y la Orden entera pase a apoyar a Jaume en sus pretensiones sicilianas para que no tenga que aceptar un pacto desigual con el de Anjou, aunque eso suponga un conflicto con Roma, con la cual ya desde hace tiempo me temo que las relaciones no son muy amistosas.

Sancho estaba patidifuso. Al parecer en el fondo aún me tomaba por una mercenaria pendenciera, borrachuza y descerebrada, que solo estaba al corriente de la política de los reinos hispánicos cuando esta podía llenar su bolsa. En realidad tenía bastante razón, por otra parte.

-Pero se os escapa un pequeño detalle. Que él no aceptará nunca. Juró anteponer los Pobres Caballeros de Cristo a cualquier otro afecto familiar o amistoso: aunque su corazón sufra, no cederá a vuestro chantaje. Esta gente es así, qué le vamos a hacer, no es que me guste mucho pero es lo que hay. Y vosotros tendréis que matarme. Y volveréis a quedaros sin nada.

Aquello era un farol. O, al menos, quería ser un farol. Pero la expresión del rostro de Sancho me indicó que había dado en el clavo: algún legado templario habría venido ya con el mensaje negativo desde el capítulo de Montpellier. Maldita la Orden y todas sus estupideces: de un solo golpe habríamos acabado con las pretensiones guerreras y paneuropeístas de los angevinos y en general de todos los francos del Norte y se habría salvado mi vida. ¿Cuál era mi cometido entonces? ¿Iba yo a sacrificarme por una persona que anteponía sus intereses, por muy honorables que creyera que estos eran, a mi permanencia en este mundo cruel? De ninguna manera. Yo iba a trabajar por los míos, y en ese momento el principal era seguir conservando mi envoltura terrenal los próximos días. Hice una seña cómplice a Sancho para que se sentara en la cama.

-Aunque me duela decirlo, Sancho, nuestros objetivos son los mismos, aunque sea por razones diferentes: hace mucho que pienso en ello, pero me faltaban aliados. Os ayudaré a hacer que ese tipo se arrepienta de la peor manera de haberme fallado y acabe cediendo. Así yo gano mi vida, vosotros vuestro apoyo en el estrecho, y todos la paz –me miró con desconfianza: no esperaba que fuera tan fácil. Así que mi rostro adoptó una expresión casi fúnebre cuando añadí-. Me conoces. Sabes que haría cualquier cosa para evitar otra guerra –tras pensarlo unos instantes, pareció convencerse. Sonrió, algo más confiado, e incluso hizo además de acercarse a mí con intenciones poco castas-. Un momento –le detuve yo-. Si el hecho de que estemos de acuerdo en los negocios te lleva a pensar que también lo vamos a estar en elplacer, puedes olvidarte. Tengo todavía en la cabeza el dolor de tu golpe y la traición que lo antecedió. Así que, si estás necesitado, o bien te lo montas con Elvira, haciendo gala de tu valor demostrado en mil batallas, o bien te la machacas entre dos piedras (continuará).


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