No sé por qué extraña razón mi ITunes (el programa que uso para catalogar y escuchar música en mi ordenador) cada cuatro temas, en modo aleatorio, me pone uno de Silvio Rodríguez. Es verdad que sus canciones están ahí dentro, pero coño, conviven con otras 10.000 de no sé cuántos discos y autores. No sé yo qué vinculación del demonio tendrá el cubano con el programa diseñado en casa de Steve Jobs. Pero basta que esté escuchando un poco de música tranquilamente en casa -no sé, cualquier cosa agradable, Dayna Kurtz, por ejemplo- para que me salte el Unicornio dichoso.
Y no quiero oírlo. Porque no estoy yo para esas nostalgias y tristezas y causas y azares. Y nada más sentir la voz de este hombre me entra un canguelo que me tiemblan hasta las calandracas. ¡Que estoy parado, joder! ¡y separado! ¡y en plena crisis de los cuarenta y tantos! para que vengas a cantarme serenatas de la nueva trova desde dentro del ordenador con acordes de desamores y demás zarandajas pseudoprogresistas.
La cosa es que en varias ocasiones he intentado borrar del disco duro las canciones del cansino cansautor. Pero a la hora de la verdad, casi nunca me decido. La mayoría de las veces pienso que son un legado de otros tiempos ¿mejores? en los que llevaba una palestina y unas pulseras de cuero, y me resisto a eliminar ese pretérito del último reducto inmaterial a donde lo he relegado. Me pregunto luego, una y otra vez, por qué no soy capaz de hacerlo, si no lo soporto.
De los discos, que eran vinilos, y de las cassetes ya me deshice hace mucho. Pero no puedo suprimir estas canciones del disco duro. Será cobardía, seguramente. O ñoñería, más bien.