Revista Diario
Hoy cumplo 46 años y hace dos que aquí mismo propuse que este blog, El Cuentador, era “un lugar para entregar obsequios”. Sigo pensando igual, aunque pudiera añadir hoy, “obsequios de lenguaje”; no obstante, ese manatial moderno de magia, esa ampliadora y al mismo tiempo complicadora permanente de posibilidades que llamamos tecnología, pronto se encargaría de contender seriamente la propuesta y mostrarme sus insuficiencias.
No voy a batirme con ella, que es mi cumpleaños y me dispongo a pasarla bien, aunque invocaré el privilegio de cumpleañero para ensayar ser testaduro e intentaré entonces conservar la idea –tal vez robada de los hobbits– de ser yo quien obsequie algo el día de su aniversario. Ese algo será, una vez más, tomado de la literatura, hija mayor de la fuente original de la magia, que son los cuentos.
Se trata en esta ocasión de un fragmento que me resulta muy especial, extraído del tercer capítulo del extraordinario libro “Un Mago de Terramar” escrito por Ursula Le Guin. Pero antes, permítanme preguntarles algo: ¿Puede considerarse el aprendizaje como un regalo? Si dejo de lado la poesía y la metáfora, digo que no sé muy bien qué responder. Tal vez puedan ustedes obsequiarme una respuesta.
Gracias por celebrar conmigo, mis muy mágicos amigos. A continuación el texto:
“Ged había imaginado que como aprendiz de un gran hechicero no tardaría en ser iniciado en los misterios y la maestría del poder; que comprendería el lenguaje de las bestias y el susurro de las hojas del bosque, y que con su sola palabra desviaría el rumbo de los vientos y aprendería a transformarse en cualquier cosa. Acaso él y su maestro correrían a la par convertidos en venados o volarían hasta Re Albi por encima de la montaña en alas de águila.
Mas no fue así. Erraron días y días por los caminos, bajando primero al Valle y luego, poco a poco, yendo hacia el sur y el oeste, alrededor de la montaña, pidiendo albergue en las aldeas o pasando la noche a campo raso como pobres hechiceros trashumantes, o como caldereros o mendigos. No entraron en dominios misteriosos. Nada ocurría. La vara del mago, que en un principio Ged observara con temor y curiosidad, no era más que un recio báculo. Pasaron tres días, pasaron cuatro días, y Ogión aún no había pronunciado una sola palara mágica en presencia de Ged, ni le había enseñado un solo nombre, una runa, un sortilegio.
Aunque callado y taciturno, Ogión era un hombre tan apacible y sereno que Ged pronto perdió ese temor reverente que le inspiraba al principio, y así al cabo de unos pocos días se atrevió a preguntarle:
–¿Cuándo comenzará mi aprendizaje, Señor?
–Ya ha comenzado– respondió Ogión.
Hubo un silencio, como si Ged estuviera callando algo. Al fin dijo: –¡Pero si aún no he aprendido nada!
–Porque no has descubierto lo que te estoy enseñando– replicó el mago, marchando con pasos largos y firmes a lo largo del camino...”
No voy a batirme con ella, que es mi cumpleaños y me dispongo a pasarla bien, aunque invocaré el privilegio de cumpleañero para ensayar ser testaduro e intentaré entonces conservar la idea –tal vez robada de los hobbits– de ser yo quien obsequie algo el día de su aniversario. Ese algo será, una vez más, tomado de la literatura, hija mayor de la fuente original de la magia, que son los cuentos.
Se trata en esta ocasión de un fragmento que me resulta muy especial, extraído del tercer capítulo del extraordinario libro “Un Mago de Terramar” escrito por Ursula Le Guin. Pero antes, permítanme preguntarles algo: ¿Puede considerarse el aprendizaje como un regalo? Si dejo de lado la poesía y la metáfora, digo que no sé muy bien qué responder. Tal vez puedan ustedes obsequiarme una respuesta.
Gracias por celebrar conmigo, mis muy mágicos amigos. A continuación el texto:
“Ged había imaginado que como aprendiz de un gran hechicero no tardaría en ser iniciado en los misterios y la maestría del poder; que comprendería el lenguaje de las bestias y el susurro de las hojas del bosque, y que con su sola palabra desviaría el rumbo de los vientos y aprendería a transformarse en cualquier cosa. Acaso él y su maestro correrían a la par convertidos en venados o volarían hasta Re Albi por encima de la montaña en alas de águila.
Mas no fue así. Erraron días y días por los caminos, bajando primero al Valle y luego, poco a poco, yendo hacia el sur y el oeste, alrededor de la montaña, pidiendo albergue en las aldeas o pasando la noche a campo raso como pobres hechiceros trashumantes, o como caldereros o mendigos. No entraron en dominios misteriosos. Nada ocurría. La vara del mago, que en un principio Ged observara con temor y curiosidad, no era más que un recio báculo. Pasaron tres días, pasaron cuatro días, y Ogión aún no había pronunciado una sola palara mágica en presencia de Ged, ni le había enseñado un solo nombre, una runa, un sortilegio.
Aunque callado y taciturno, Ogión era un hombre tan apacible y sereno que Ged pronto perdió ese temor reverente que le inspiraba al principio, y así al cabo de unos pocos días se atrevió a preguntarle:
–¿Cuándo comenzará mi aprendizaje, Señor?
–Ya ha comenzado– respondió Ogión.
Hubo un silencio, como si Ged estuviera callando algo. Al fin dijo: –¡Pero si aún no he aprendido nada!
–Porque no has descubierto lo que te estoy enseñando– replicó el mago, marchando con pasos largos y firmes a lo largo del camino...”