“¿Cómo puede Señor Juez, solamente en un segundo cambiarle a la vida el rumbo y acabar con nuestro mundo?” Extracto de la canción “La Separación” escrita por Pecos Kanvas.
Creo que una de las preguntas que los niños oyen con más frecuencia es: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”. Los padres dicen respetar la respuesta que dan sus hijos –que de todas formas cambia cada semana– pero no me imagino que un padre celebre ni salga corriendo a contarle a sus amigos, si alguno de sus descendientes contesta que aspira a ser sicario, proxeneta, falsificador de medicamentos, extra de película pornográfica o psicópata. Sin ir tan lejos, creo que tampoco estarán muy felices los progenitores del niño que diga querer ser portero de ministerio, limpiador de alcantarillas, destripador de pescado o sepulturero. Estas podrán ser actividades honestas, pero no suelen formar parte del imaginario de lo deseable.
Sin embargo, hay una profesión cuyos protagonistas están en el centro de muchas conversaciones, una que alcanza cierta exposición mediática e incluso prestigio, y que aún así me parece que no se encuentra –sé que especulo, pero mantendré mi opinión– dentro de lo primero que un padre quisiera oír de su prole. ¿Qué pensaría usted si al hacerle la recurrente pregunta, su hijo contestase: “¡Yo quiero ser árbitro deportivo!”?
Terminó el Mundial de Fútbol 2010 y me parece que las felicitaciones que recibe el equipo de España, flamante nuevo campeón mundial, son muy merecidas. Muchos recuerdos interesantes quedarán: tal vez las superlativamente fastidiosas vuvuzelas o los pronósticos de un pulpo, así como asuntos más directamente relacionados con el fútbol, pero también –como casi siempre– ciertas muy discutidas decisiones arbitrales. Desde que existe la institución arbitral se habla de fallos polémicos: en la historia de los Mundiales de Fútbol hay casos famosos, entre ellos el gol validado a Geoff Hurst a favor de Inglaterra en la final de 1966, el gol de Diego Armando Maradona conocido como “La Mano de Dios” en 1986, o la decisión arbitral de invalidar el cuarto gol de Francia en 1982 contra Kuwait, gol perfectamente legal pero que provocó la entrada al campo del Jeque Fahid Al-Ahmad, presidente de la Federación de Fútbol kuwaití, quien pidió a su equipo que se retirara, lo cual llevó a suspender un rato el partido hasta que en un giro casi surrealista, el árbitro anuló el tanto.
Nadie discute la importancia de los árbitros; a la hora de las discrepancias y en igualdad de condiciones, hay que recurrir a una entidad garante de las reglas establecidas y que pueda emitir un veredicto si es necesario. Por definición, es difícil que quien tenga esta responsabilidad sea del agrado de todos; así, la profesión de árbitro parece estar signada por la impopularidad.
La primera noción que tengo de esa impopularidad proviene de las corridas de toros a las que mis padres me llevaron cuando niño, en la plaza “Nuevo Circo” de Caracas. Uno de los rituales de la fiesta brava es el paseíllo, el saludo que las cuadrillas hacen al público antes de comenzar la corrida; lo encabezan los alguacilillos, representantes de la presidencia, vale decir, de la figura arbitral. Siempre me sorprendió que cuando salían los alguacilillos, el público les dedicaba una silbatina de marca mayor. Un fenómeno similar encontré en los juegos de béisbol profesional venezolano a los que asistí; los primeros en salir al campo antes de comenzar el partido son los árbitros y la rechifla con la que los espectadores suelen recibirlos es fenomenal. Imagino que como parte de su formación los árbitros se entrenan para cargar con ese fardo.
Los árbitros se me parecen a la electricidad: no se tiene mayor conciencia de su importancia sino en su ausencia o cuando su performance es defectuosa. Uno llega a casa y enciende el bombillo, el recinto se ilumina y todo sigue su curso normal; no pensamos en ello casi nunca, pero si por casualidad “no hay luz” o una falla eléctrica nos impide encender el computador, una de nuestras primeras opciones es mentarle la madre a la electricidad. Igual sucede con los árbitros; si hacen correctamente su trabajo, pues bien, pero ¡ay! si a juicio del público, alguno se equivoca.
Dadas las masas y el fervor que generan algunos eventos deportivos, amén del dinero que en ello hay puesto, las decisiones de un árbitro representan mucho. Este asunto del poder de un árbitro es fascinante; por ejemplo, según las reglas de fútbol 2009/2010 de la FIFA, se marca un gol “cuando el balón haya atravesado completamente la línea de meta entre los postes y por debajo del travesaño, siempre que el equipo anotador no haya cometido previamente una infracción a las Reglas de Juego”. Pero en esencia no es así, o en todo caso no es suficiente: El gol existe sólo a partir del momento en que el árbitro lo decreta.
Y si no que le pregunten al equipo de Inglaterra en este Mundial, que con resultado parcial de 2 a 1 en su contra frente a Alemania, logró –según los videos– reunir las condiciones expuestas en la regla para empatar el partido, lo que quizás –¡cómo saberlo!– habría cambiado su curso. No obstante, el gol no fue validado por el árbitro, el marcador siguió igual y Alemania terminó vencedora, 4 a 1. El propio presidente de la FIFA, Joseph Blatter, pidió disculpas a la Federación de Inglaterra por el error cometido, así como a la Federación de México por otra decisión arbitral equivocada y que validó un gol argentino en su contra, realizado en posición “fuera de juego”. Pero dada la condición de inapelable de la decisión del árbitro, las excusas no sirvieron para mucho más; como decimos en Venezuela: “Tiene usted razón, pero igual va preso”.
No se equivocan sólo los árbitros de fútbol; hace poco en Estados Unidos, en lo que habría sido la última jugada del partido, una decisión arbitral inexacta impidió al pitcher venezolano Armando Galarraga completar un “juego perfecto”, una de las hazañas más difíciles de realizar en béisbol. El propio árbitro, después de haber visto los videos correspondientes, reconoció descorazonado su pifia, pero ya el daño estaba hecho; para que tengan una idea, en aproximadamente siglo y medio de béisbol profesional se han logrado sólo 19 juegos perfectos y si no me equivoco, ningún pitcher ha lanzado dos.
Nadie se queja si el árbitro tiene buen desempeño, pero tampoco he visto –otra vez el síndrome de la electricidad– que los feliciten de manera explícita por ello. Quisiera ahora agradecer que existen esos personajes que deben convivir con la probable antipatía de al menos los incondicionales de uno de dos bandos. Al mismo tiempo, yo que soy sólo un seguidor común y corriente, difícilmente logro explicarme cómo el fútbol, deporte popular rey, aún no aprovecha recursos como el video para ayudar a los árbitros –que en tanto seres humanos no son infalibles– a realizar mejor su labor.
La FIFA ha declarado que el 96% de las decisiones arbitrales tomadas en este Mundial 2010 fueron acertadas; sin embargo son los errores que forman ese 4% restante los que probablemente se recuerden. En la medida en que la capacidad de los medios y la Internet se amplían, también lo hace la difusión de esos deslices. Además, nuevas y mejores cámaras que cubren muchísimos más detalles que cualquier ojo humano, hacen que podamos escrutar cada vez más el trabajo de un árbitro y abren la posibilidad –más allá de la inapelabilidad– de someterlo al escarnio público permanentemente. En una decisión de tipo “paño caliente”, la FIFA se vio obligada a prohibir que se mostraran en las pantallas colocadas en los estadios surafricanos la repetición instantánea de las jugadas, para no exponer en el propio lugar de los acontecimientos los posibles desaciertos arbitrales; pero hay millones de telespectadores que sí pueden ver la repetición y además la decisión no puede impedir que quien esté en el estadio y tenga acceso a Internet en su celular también revise y vuelva a mirar los detalles de las incidencias. Esta suerte de “Little Brother” omnipresente pone en peligro el libre arbitrio del equipo arbitral, si este no cuenta con herramientas similares con las cuales apoyarse.
Me alegra entonces que el Presidente de la FIFA haya declarado su intención de volver a discutir la posibilidad de introducir nuevas tecnologías para mejorar el arbitraje. Si el pulpo Paúl hubiese fallado en alguno de sus pronósticos, nadie pegaría el grito por ello, pero hay árbitros que han tenido que salir de un estadio protegidos por la policía, cuando algunas de sus decisiones no han gustado a un grupo de fanáticos. La diferencia es que lo que pueda indicar el pulpo no cambia nada; la decisión del árbitro, sí. Es obvio que las decisiones de los jueces de tribunales también afectan destinos, pero sospecho que no será la misma reacción si un chico le dice a su papá o a mamá que desea ser juez, a que si le dice que quiere ser árbitro. A lo mejor es por aquello de la vestimenta: digo, antes de ver a su hijo ataviado con medias oscuras hasta la rodilla, un atuendo que a veces pareciera de presidiario y con un silbato o una bandera a cuadros en la mano como símbolo de poder, ellos preferirían que el chico eventualmente… ¡se enfundase en una toga negra con lacito blanco, se pusiese una peluca y repartiese decisiones a punta de martillo!
Cierro este saludo a los árbitros, símbolos de protección deportiva y expuestos ellos mismos a riesgos inauditos, con una historia que estarán hartos de escuchar como parte de su fardo. Una vez se organizó una partida de fútbol entre el Cielo y el Infierno y los ángeles fueron a presumir ante los demonios, diciendo: “Vamos a derrotarlos; aquí en el Cielo tenemos a los mejores jugadores del mundo. No hay forma de que puedan vencernos”. Entonces los demonios ripostaron: “Son ustedes quienes perderán el partido. ¡Nosotros tenemos aquí a todos los árbitros!”
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