Hace tiempo ya hablé aquí de la sorpresa que me produjo encontrar cerca de mi pueblo una urbanización cuyas calles tenían nombres de arquitectos ilustres.
El otro día, yo creo que por autoescandalizarme y hacerme daño gratuitamente, quise pasear virtualmente por la calle de Alvar Aalto utilizando el Google Street y vi cosas como esta:
Es la calle de Alvar Aalto esquina con la calle de Sáenz de Oiza en Illescas (Toledo). A esa casa se entra por la calle del navarro, pero la foto está tomada desde la del finlandés. (Curioso encuentro el de ambos maestros).
Puse en twitter esta misma captura de pantalla, acompañándola de una maldición grosera que no voy a repetir aquí, principalmente porque este blog lo lee mi director espiritual y el twitter no; así que allí me permito exabruptar con soltura.
Sí diré que esa maldición grosera que solté fue compartida e incluso aplaudida por algunos, pero un compañero me la afeó muchísimo, lo que me movió a querer darle explicaciones. Lo que pasa es que twitter es un muy buen sitio para tirar la piedra, pero no tanto para pedir excusas o matizar argumentos, por aquello de su brevedad. Por eso me lanzo a escribir esta entrada.
Empezaré diciendo que mi grosería no iba dirigida contra el arquitecto firmante de esa bazofia ni contra nadie en particular. Estaba en plural e iba dirigida a todos. Era (o quería ser) como la maldición que lanza George Taylor al final de El Planeta de los Simios. "Yo os maldigo a todos".
Yo os maldigo a todos. [...]. Os maldigo.
Y me maldigo a mí mismo, pues confesé allí, y vuelvo a confesar aquí, que he hecho casas peores que la de la foto. (Lo que pasa es que ni en la calle de Alvar Aalto ni en la de Sáenz de Oiza).
En mi estudio hemos hecho bastante urbanismo (o incluso hurbanismo), pero a las calles de nuestros planes parciales las llamábamos 1, 2, 3... o A, B, C... No se nos ocurrió sugerir los nombres, y ahora, a la vista de cómo algunos promotores homenajearon a sus familiares y amigos en los callejeros, veo que fueron ocasiones perdidas.
Alguna vez vi al personal de algún ayuntamiento haciendo listados de flores, de pájaros, de minerales... documentándose con enciclopedias y resoplando agobiados porque la corporación municipal les había pasado la patata caliente de nominar la ingente cantidad de calles nuevas que les sobrevenían durante los tiempos del boom. Si los hurbanistas les hubiéramos dado ese trabajo hecho nos lo habrían agradecido mucho.
Pero qué sé yo. Teníamos una especie de pudor: "Cómo vamos a ser nosotros quienes..." En fin.
Bueno; el caso es que algún compañero sí se atrevió. Bien es verdad que su olimpo arquitectónico es un poco confuso: calles de Juan de Herrera, de Andrea Palladio, de Francisco Sabatini, de Bramante, de José de Churriguera, de Rafael Moneo, de Sáenz de Oiza, de Alvar Aalto, de Miguel Fisac, de Álvaro Siza, de Walter Gropius, de Frank Gehry, de Norman Foster, de Santiago Calatrava... Pero me da envidia porque yo nunca osé hacer algo así, y la verdad es que me habría gustado mucho.
No sé cómo sería quien hizo eso, pero sí sé por qué lo habría hecho yo: Por esa sensación vergonzante de sentirme arquitecto pero no serlo nunca; porque ya está bien de hacer mierdas, coño, de agradar al promotor de turno, de no saber hacer nada digno, de bajarse los pantalones y de hacer lo de siempre, tan zafio, tan estéril, tan cutre. ¡Soy arquitecto! ¡Viva la arquitectura! ¡Vivan los arquitectos ilustres!
No sé si ya después ese mismo harquitecto-hurbanista hizo los proyectos de los chalés adosados (de todos ellos o al menos de algunos) y ya sí se tuvo que plegar a los deseos y gustos de su cliente. Me lo imagino gritando por su dignidad
a la hora de poner los nombres de las calles, pero agachando las orejas
cuando le tocó hacer las viviendas.
Me lo imagino sugiriéndole muy flojito a su cliente que qué tal si con los chalés hicieran un homenaje a los arquitectos epónimos de las calles, y dar enseguida marcha atrás al primer arqueamiento de ceja de este.
También pudo ser que el hurbanista terminara su trabajo con la mera hurbanización y detrás vinieran los diversos promotores, cada uno con su harquitecto, a perpetrar los chaleses.
Yo también he formado parte de esos harquitectos chaleteros, y salvo los poquísimos y excepcionales que han hecho algunas cosas dignas, la inmensa mayoría nos dividíamos entre aquellos a quienes la arquitectura les importaba un comino y cometían esas cutreces con desparpajo y satisfacción y quienes sí que la amábamos y nos apasionábamos con ella, pero renunciábamos a nuestros principios porque "así es la vida", "hay que trabajar", etcétera. Estos éramos los peores, porque ejecutábamos estas indecencias con vergüenza, con arrepentimiento, poniéndonos a parir y poniendo a parir a nuestros clientes, siendo por lo tanto desleales con ellos y cobardes con nosotros, y apestando todo lo que tocábamos.
Cuando maldije a todos por esa casa esquinera me refería a arquitectos, promotores, urbanistas, constructores, concejales, alcaldes, consejeros de fomento, técnicos municipales, técnicos autonómicos, agentes inmobiliarios, compradores... A todos. A todos. A esta locura, a este sinsentido.
Vivimos en una época en la que había tal fiebre inmobiliaria que hasta se podría haber vendido buena arquitectura. Y en esta situación, tan dolorosa, tan desperdiciada, veo una esquina en la que se cruzan una calle dedicada a Alvar Aalto y otra a Sáenz de Oiza. ¿Qué maravilla arquitectónica se podría haber construido ahí? Veo lo que se hizo y sé ya, con toda certeza, que todo esto fue una broma infinita, un sarcasmo intolerable, un eructo, una máquina de fabricar mierda, una bajeza moral y una salvajada.
El resultado -y el proceso entero- muestra que dedicar esas calles a Aalto, a Oiza, a Fisac, a Gropius... no fue un homenaje, fue un recochineo.
Y repito: Yo hice casas aún peores.