Hace unos días, por primera vez en sus seis años de vida, “mi peque” me pidió que la acompañara al subir las escaleras para ir a su habitación. En la planta alta, la oscuridad dominaba cada rincón. Por primera vez, ella sintió ese miedo infantil irracional que paraliza.
¿Qué pasaría por su cabeza para producirle ese temor?
No pude evitar sonreír al recordar que yo, a su edad, sentía pavor cada mañana en el momento de bajar el pie de mi cama. Estaba convencida de que debajo había un nido de serpientes de cascabel que se lanzaría a mi tierno tobillo para arrastrarme con ellas al mundo de las sombras.
Bajar de mi cama era una maniobra de alto riesgo, no sólo por los reptiles sibilinos que dormitaban bajo mi colchón, sino también por la dificultad que entrañaba sacar mi cuerpecito de la montaña de peluches que acumulaba cada noche para que me acompañaran y protegieran mis sueños. Superaban la decena. El más especial, Boby, mi perrito de peluche favorito, y también mi mayor protector. Me rodeaba el cuello con sus largas patas durante toda la noche para evitar que un murciélago vampiro me mordiera para sacarme la sangre. Le estaré eternamente agradecida por impedir tal ataque mortal.
La sonrisa del recuerdo se convierte en carcajada cuando aparece en mi cabeza mi temor infantil más escatológico. Miraba con gran terror al retrete. Plantada allí, con la mirada fija, pasaban los minutos. Aguantaba la necesidad de sentarme en él hasta que el dolor del vientre era tan fuerte que olvidaba el miedo que me producía el alto, altísimo riesgo de que una rata buceadora asomara su sucio hocico para pegarme un mordisco en el culo justo cuando me encontraba en posición.
El miedo es una sensación tan humana como instintiva. Los expertos dicen que es imprescindible sentirlo para sobrevivir. Si no se afronta, paraliza y es aún más peligroso porque impide reaccionar a tiempo. Llevado a los sentimientos, que a veces dan pánico, la parálisis nos impide vivir nuevas experiencias por temor al riesgo.
Ni las víboras ni los vampiros lograron vencerme de niña. Ellos me enseñaron que “Cuando Ana tiene miedo”, sólo hay un camino: afrontarlo.
¡Ojalá ahora mis miedos siguieran siendo serpientes durmientes y ratas scotex!
(Continuará)