La segunda mitad del mes de julio y el mes de agosto se dedican en la ciudad de Salzburgo a la música, el teatro y la ópera. En estas fechas tienen lugar los llamados Festspiele, durante los cuales se puede asistir a conciertos y a representaciones teatrales por el módico precio de entre 200 y más de 1.000 euros, que varían en función del día de la semana, tipo de obra de que se trate, situación del asiento, etc.. Por persona, evidentemente.
Esos precios tan prohibitivos para el común de los mortales originan dos fenómenos que se integran a la perfección entre sí.
El primero de ellos es que solamente un determinado grupo de la sociedad se puede permitir comprar una o varias entradas y todo lo que ello implica: vestido de gala, transporte privado o público (y por público me refiero a un taxi o a uno de los muchos Audis que la organización pone a disposición de determinadas personalidades), y una larga lista de cosas que ni yo misma quiero imaginarme.
El segundo de esos fenómenos es que la clase media debe esperar dos o tres semanas después de la representación de algunas de esas obras (no de todas) para verlas por televisión. A mí me parece algo muy útil: aunque no acudes al estreno, al menos te ahorras los 1.000 euros de las entradas que quedan sin venderse al final y puedes comer panchitos o vete tú a saber qué mientras estás tirado en tu sofá, sin tener que ponerte un vestido que te cuesta tres veces tus vacaciones de verano. Ahora bien, de esa manera se pierde uno al famoseo que pasea por la alfombra roja de cada uno de los recintos...
¿Qué hacer, qué hacer? Ante esta tesitura, el salzburgués de clase media se ha inventado una solución muy curiosa: acudir el día del estreno de cada una de las obras (o lo que es lo mismo, cada día, si se quiere) al teatro en particular y colocarse frente a las puertas a las que dirige la alfombra roja. De esa manera se puede ver a todas las personalidades que ese día van a pasar por allí, que no son pocas.
He aquí el punto al que quería llegar. Una de las características que más me llaman la atención de muchas de las personas de este país (ya sean famosos que acuden a un teatro, gente que va a un hotel de vacaciones o alguien que paga con tarjeta en un establecimiento) es el hecho de que les gusta ver y, sobre todo, ser vistos. ¡Y yo que pensaba que eso se había acabado hace siglos! Pues no amigos. Los austriacos son gente que presume de lo que tiene. Les gusta hacer ver lo que dicen que tienen y lo que dicen sus títulos que son. Si no todos, al menos muchos.
Un ejemplo en este sentido es el hecho de que, cuando alguien dispone de una carrera universitaria, adquiere el derecho (que no la obligación) de hacerse llamar Licenciado Fulanito o Magistrado Menganito, y puede (si así lo desea, y el deseo siempre está ahí) hacer constar su título en sus tarjetas bancarias, en su documentación personal, en el nombre de la reserva que hace cuando acude a un hotel, etc. Incluso hay a quienes les molesta que no se añada su título antes de su nombre cuando alguien se dirige a ellos personalmente.
Otro ejemplo es el de aquellos clientes que acuden a un hotel desde hace casi siglos y que necesitaban (y siguen necesitando) un mínimo de una hora cuando inician sus vacaciones para pasear por todos los rincones del recinto y así poder saludar a todos los que conocen y dejarse ver. Y sólo dan la propina en mano a una persona determinada y tan sólo cuando observan que hay muchos otros clientes pasando por delante, por lo que matan dos pájaros de un tiro: dejan ver que son una familia con dinero y se dejan ver, a secas. A pesar de esa actitud, esa gente me gustaba, los había mucho peores.
Esa cultura del "dejarse ver" fue algo que presencié ayer en directo, cuando me mezclé con el resto de los salzburgueses que había por allí y me coloqué con mis suegros delante de la Großes Festspielhaus de la ciudad. "A ver famosos" íbamos. ¡Y vaya que si los vimos! Lo malo es que yo no conocía a ninguno... La gente se animaba al ver a los fotógrafos persiguiendo a una rubia operada en cada centímetro de su cuerpo en general y de su cara en particular vestida con un traje carísimo (aunque precioso, eso sí) y como la mitad del público allí presente no se acordaba de su nombre, se lo iban contando unos a otros.
Así que, ya que yo no reconocí ninguna cara, me dediqué a observar la actitud y los vestidos de la gente. De ahí saqué la conclusión a mi teoría de que a esta gente le gusta hacerse ver y, además, descubrí que el dinero no da la elegancia. Puede que a ese grupo de gente le dé la felicidad, no lo niego, pero no les hace elegantes. Observé a señoras con trajes de tallas muy superiores a las suyas, de manera que colgaba de todo por todas partes; señoras con trajes demasiado ajustados a la altura de sujetadores que parece que querían estrangularlas desde la espalda; señoras de las que dudo que conozcan su talla de sujetador, si es que saben lo que es un sujetador; señoras con trajes de colores demasiado escandalosos y escasamente bien elegidos...
No sé por qué, yo creía que cuando alguien se compra un traje de esas características aparece desde el otro extremo de la tienda un vendedor que, además de convencernos de que es el traje perfecto para nosotros y que, por lo tanto, debemos comprarlo, nos aconseja hacerle un retoquito por aquí y otro por allá para que no nos quede demasiado largo, demasiado ajustado, etc. Al menos, la única vez que yo me he comprado un traje medio elegante hubo alguien opinando sobre cómo se veía desde fuera. Pero al ver lo que vi ayer, me pregunto: ¿en serio merece la pena gastarse un dineral en esa ropa para que luego quede como queda? ¿Pero no van a presumir? ¿No acuden a esos saraos a que la gente les vea? Pues les va a ver, claro que sí, pero también les va a criticar.
En fin, al margen de marujeos varios (que ni siquiera puedo comentar porque no conozco a los famosos de este país, sean del tipo que sean) la tarde de ayer me enseñó un aspecto de Salzburgo que yo aún no conocía. Y me reí, y no poco.
Si consigo, a lo largo de este mes, visualizar alguna de esas obras teatrales por televisión (cosa que no puedo prometer ni prometo) podré completar la parte cultural de este relato.